La maratón de San Petersburgo

Vistazo, en medio del agite mundialista, a una de las ciudades más hermosas del mundo.

Museo del Hermitage en San Petersburgo.

Museo del Hermitage en San Petersburgo.

Foto: AFP

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14 de julio 2018 , 07:21 a. m.

Era una planeación tranquila, con un partido de semifinal del Mundial en el intermedio, noches de hotel, una agenda completa para visitar San Petersburgo sin prisa. Una llamada, el anuncio de un regreso prematuro, serán sólo un par de días más en Rusia y ¿cómo no vas a ir a San Petersburgo?

Empieza la maratón. Tiquetes de tren costosos cancelan la opción del hotel y aparte no hay tiempo. El tren rápido tarda 3 horas y media, el regreso tocará en camarote de segunda clase porque es más barato, aunque es peligroso y… no hay tiempo de pensar. ¡Comprado!

Amanece en Moscú y es hora pico, sólo hay taxis de tarifa ejecutiva (¡una fortuna!) pero ni modo. Llegada en BMW a la estación Leningradsky (que nombre más ingenioso), sonriente rubia a la entrada del tren, por favor su pasaporte, con gusto señorita es… está aquí.. aquí… ¡Se quedó el pasaporte! Traductor, cara de culpa, súplica, angustia, sale el tren a las 6:45 a.m. ¡Ahí vamos!

Hay pocos viajeros y la tarifa incluye pantuflas, audífonos, películas en el celular, tres opciones de desayuno y nadie se sienta junto a mí. El paisaje de Moscú pasa de los 7 rascacielos y la ostentación a pequeños barrios de calles de tierra negra, casuchas de lata, banderas de países desconocidos. Vamos a 220 kilómetros por hora y levita el tren, avanza suave, no se siente.

En inglés y ruso dan la bienvenida a San Petersburgo y el corazón se agita. Sólo hay un día pero llueve muy fuerte y no hay manera de salir. Se ve el obelisco a la entrada y la edificación anticipa una ciudad mágica. En la espera hay unos minutos para tomar un mapa, tratar de leer, preguntar sin éxito y acabar buscando un tour para sacar provecho de cada minuto.

Negociación rápida con la rubia que sabe un par de palabras con acento español –gracias al novio que consiguió en Internet- y vamos al segundo piso del bus. Llueve de costado y no hay ventanas. Nos mojamos más adentro que afuera. Paciencia. Avanzamos por Nevesky Prospekt, la vía principal de la ciudad, y a los costados se va abriendo el tesoro. Los edificios son altos, de estilo republicano y la gente camina de prisa, sin reparar en los colores, las fuentes y, por primera vez, el río que se mete en un canal ancho y rompe con el orden de todo.

La primera parada es en el Palacio de Invierno y el Museo del Hermitage, uno de los más importantes del mundo. Empieza el viaje, no sabemos qué tan largo es el Tour y pensamos regresar. Apenas hay tiempo para bajar y ver una construcción de un verde manzana inspirador, fino en cada detalle de sus acabados, imponente, avasallador. En el centro de la plaza una escultura enorme, de 47 metros de altura, en honor a Alejandro I que se sostiene por su propio peso (600 toneladas) y se levantó en sólo dos horas. Alucinante.

Corre el tiempo y hay que seguir. El río Neva se va insinuando al frente y poco a poco nos acercamos a la Iglesia del Divino Salvador sobre la Sangre Derramada. Es para cortar el aliento. Una explosión de color en los muros, las cúpulas, las imágenes, un brillo dorado casi doloroso para los ojos, la fe y el lujo en comunión. Unos metros más adelante el fuego eterno y entonces los jardines de verano de Pedro el Grande, que hizo de esta ciudad su despacho y no escatimó en gastos. Mármol de un país, semillas de otros, diseño, impacto, fuentes de todas las dimensiones, un monumento a la belleza.

Sigue lloviendo y la grabación habla de lo mucho que los rusos aman el río Neva, ahora ante nosotros en toda su dimensión, de lo agradecidos que viven de que sea tan profundo a pesar de ser sólo un ramal y de la enorme capa de hielo que se acumula en el invierno en uno de sus puentes y arma, sin querer, una gran pista. Anuncia que vamos a la Plaza Troitskaya, otro edificio imposible de abarcar con la cámara del teléfono y en la esquina aparece el Crucero Aurora, usado en la guerra y convertido hoy en cuidado monumento.

Son más de las 2 de la tarde y falta más de media ciudad. Corro. Desde tierra firme vemos la Isla Zayachiy donde está el Fuerte de Pedro y Pablo, ordenado por el propio Zar, con una imponente catedral de cúpula dorada, coronada por una aguja de 40 metros de altura, que se recuerda porque fue allí donde sonaron los campanazos de la fundación de la ciudad y porque allí, recuerdo yo, está la prisión donde pasó varios años el escritor Fiodor Dostoievsky.

No hay tiempo para contemplarlo, son más de las 5 y falta tanto y encima juega Uruguay. Pasamos por el Palacio de Menshikov y aparece la Catedral de San Isaacs para dominarlo todo. En 10 minutos cierran y ya no podemos subir a la cúpula para divisar la ciudad. El tiempo, que no negocia. El teléfono dice basta y el estómago también y hay que comer y Uruguay pierde 1-0 contra Francia pero hay tiempo. Papitas, algo para beber, pierde Uruguay y el Mundial se queda sin latinos. De nuevo a la vía.

Pasaron las 8 de la noche y salió el sol. Yo que pensaba en la mala fortuna de tener sólo un día y justo padecer la lluvia, pero resulta que aquí, en total, sale el sol apenas 36 días al año. Respiro.

Ya no hay bus de turismo y hay que caminar varios kilómetros hasta la estación. Cerraron los museos y apenas hay opción de ver los Caballos de Clodt sobre uno de los muchas canales que hacen que se relacione la ciudad con Venecia (Italia). Está la tienda de dulces de duendes, los almacenes de marcas conocidas y camino cuando tendría que correr. Es hora de tomar el tren de regreso.

Somos cuatro en el camarote: uno de Dubai, uno de Marruecos otro más de Argelia y la colombiana. Muy amables, muy caballeros, pero la plata y todo lo valioso se pega al cuerpo por precaución. Claro, al ir al baño toman el pase del metro, lo único que queda de valor, y me despiden con sus sonrisas. Se duerme bien en la camita angosta y hay ventana para ir disfrutando el amanecer pero pasan estas cosas. Recuerdo el tren corto y seguro de la mañana y enaltezco la figura del sabio Pambelé: “Es mejor ser rico que pobre”.

Volvimos. Fue apenas un vistazo a San Petersburgo. Me prometo volver pero sin esta prisa y con compañía. Por este paraíso, vale la pena otro esfuerzo.

Jenny Gámez A.

Editora de FUTBOLRED
Enviada especial a Rusia
En Twitter @jennygameza

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