Era de madrugada en Colombia cuando la noticia llegó. Una de las nuestras acababa de conseguir la primera medalla de oro para nuestro país en unos Juegos Olímpicos. Y la imagen se grabó para siempre en la memoria deportiva de la nación. Muñecas dobladas, barra sobre los hombros. Pupilas dilatadas y mirada arriba. Carótida brotada y un último impulso, una última exhalación. Brazos extendidos y pies juntos. Era la gloria misma representada en aquella deidad africana nacida en Candelaria.
Veintidós años después, María Isabel Urrutia fue nombrada como Ministra del Deporte. Una designación que rompía con las dinámicas políticas habituales para esta cartera y sentaba en esa silla, por primera vez en la historia de Colombia, una deportista de élite que además representaba las luchas de las mujeres y la población afro en nuestro país. Un perfil esperanzador.
Pero se quedó en eso, una esperanza que nunca tomó forma. Su gestión fue tan corta como intrascendente. Prometió una liga de fútbol femenino de un año, y no pasó; le cogió la noche con la inspección a los escenarios de los próximos Juegos Naciones; y se comprometió a radicar en el Congreso el proyecto de reforma para la Ley Nacional del Deporte y tampoco lo hizo. Sin embargo, la escena más grave vendría en el capítulo de cierre de esta historia.
Era de madrugada en Colombia cuando Urrutia -quien horas antes había presentado su renuncia al cargo por petición del presidente Petro- decidió firmar más de 260 contratos a contrarreloj, aparentemente sin cumplir los requisitos de ley y comprometiendo recursos públicos por más de 24.000 millones de pesos. Situación que ha desembocado en una investigación formal de parte de la Fiscalía General de la Nación.
En su defensa, la exministra argumentó que la premura obedeció a la necesidad de 74 federaciones de salir a competir y que el Ministerio estaba operando con una nómina de trabajadores inferior a la necesaria. Dijo además “Yo renuncié el 2 de marzo y presenté mi carta con fecha del 13 de marzo para terminar lo que estábamos haciendo. Yo no veo la gravedad de lo que está pasando en el ministerio, lo que hemos hecho es trabajar para que todo salga lo mejor posible”.
Los orfebres utilizan ácido nítrico para determinar la pureza de una pieza. Basta verter unas gotas y esperar. Si no se modifica su apariencia, significa que la joya es de oro auténtico. Esta vez, cuando las pizcas de la política la salpicaron, sí cambió su color. Ojalá esta escena nunca se hubiera rodado para poder quedarnos solo con aquella imagen de gloria en Sídney. Para quedarnos con la madrugada de la medalla olímpica y no con la madrugada de la firma de aquellos contratos.