Ya parece haber caído en desuso. Lo de hoy son selfies, pero aún algún romántico quiere guardar la firma de su gran ídolo dentro de una carpeta llena de papelitos que parecen letras de cambio o estamparlo en alguna camiseta.
Casos raros se han visto, como el día que una niña de 10 años fue a mirar cómo se levantaba un autógrafo de Cristiano Ronaldo durante un entrenamiento de la selección de Portugal. Cuando el crack se acercó a ella decidió súbitamente cambiar de rumbo: la niña tenía puesta una camiseta del Barcelona y era el único lienzo para escribir su firma.
Messi vivió algo similar y se la cobraron porque en un aeropuerto pasó de largo cuando un anciano quiso quedarse con su rúbrica en una libreta. Eso sí, el argentino ha firmado sobre camisetas del Real Madrid.
Y un poco ese es el motivo por el que Carlos Tévez debe ser el tipo más paciente a la hora de pintar con esferos su propia firma. Contaba que cuando era niño y no tenía dinero para entrar a ver jugar a Boca en La Bombonera, esperaba al final de los partidos o de los entrenamientos para quedarse con ese pequeño recuerdo que era tan importante como haber asistido al juego en sí mismo.
Luego de esperar y esperar a veces agarraba uno, pero pasaban jornadas completas en las que no podía obtener un autógrafo y se devolvía triste a su casa, decepcionado de sus ídolos. Por eso, cuando jugaba en Boca, dedicaba 45 minutos de su tiempo hasta terminar de firmarle a todo el mundo, solo para que sus hinchas se devolvieran sonrientes a casa.
Le hubiera servido a Tévez un método que suena a mito incomprobable, porque su protagonista ya no está acá para ratificarlo o desmentirlo: Albeiro Usuriaga apareció fugazmente en Tolima y Cúcuta y su talento lo llevó a Nacional, lugar en el que explotó y se hizo inmortal con aquellos cuatro goles que le marcó a Javier Zeoli en las semifinales de Copa frente a Danubio.
La leyenda contaba que era tal la cantidad de gente que se agolpaba para pedirle una firma al ‘Palomo’, que él, en un extraño cabezazo, había mandado a hacer un sello con su firma. Entonces era cuestión de ver el papel y echarle vaho al sello cuando la tinta de la espuma escaseaba.
Hay gestos que hoy deben doler, como el de Maxi López, que en su brevísima e inexplicable estancia en Barcelona vio cómo un niño se acercó con la intención de quedarse con ese invaluable souvenir. El tiempo mostraría tiempo después que aquel infante era Mauro Icardi, tipo con el que labró una gran amistad hasta que la mujer de López prefirió quedarse con el niño del autógrafo.
Y para todos es imposible olvidar la primera vez que nos arriesgamos a que nos firmaran y sobrevivimos al intento: el primer autógrafo que yo le pedí a alguien fue a Funes, en una visita que hizo al colegio. Y quién sabe a dónde fue a parar. Igual que el del brasileño Neto, que me firmó un volante de computadores cuando salía algo chapeado de la Taberna Bávara de Unicentro junto con Carlos Rendón.
Y a mí una vez también me pidieron uno: en Barranquilla, en un juego de Eliminatorias, un adolescente me vio y fue por papel y lápiz. Me dijo que admiraba mi trabajo, que yo era un periodista ejemplar y que mis intervenciones en radio y televisión eran un modelo a seguir para él. Pero fue en cuestión de segundos en los que pasé de ser Diego a Lalo Maradona: cuando le pregunté su nombre para estamparlo en el papel, el muchacho me dijo: “Claro Alejandro, yo me llamo Carlos…”
Escribí en ese papel: “para Carlos, con cariño, de Alejandro Pino”. Fui incapaz de romperle el corazón al chino que me dio la mano y me comentó que esa noche estaría muy pendiente de mis intervenciones en ‘Fox Sports Radio’.
Por Nicolás Samper C.

Nicolás Samper, columnista invitado.
Foto: Archivo Particular