Le oí a Guillermo Arango un dato desolador: Santa Fe no perdía 4-0 desde aquella aciaga noche en Ibagué en la que terminó el ciclo de Patricio Camps en el banquillo rojo en el 2019, mismo día en el que Eduardo Méndez, presidente del club, salió a la rueda de prensa para atender los medios de comunicación que, agolpados, estaban esperando algún anuncio sobre la salida del entrenador argentino, cosa que finalmente sucedió.
Diferente fue el final del partido de ayer en el que Santa Fe, que venía caminando bien tras el épico triunfo en el clásico contra Millonarios, viajó a Barrancabermeja con la posibilidad cierta de treparse en lo más alto de la tabla y terminó yéndose de bruces de manera increíble ante Alianza Petrolera, un equipo que hace bastante rato viene a los tumbos y que con el holgado triunfo 4-0 se salvó del descenso directo por lo menos en esta campaña.
Y digo que el final fue distinto porque lo que le pasó a Santa Fe era como para sentarse un rato para darse una ducha de agua fría en medio del desconcierto que significaron errores individuales que le generaron un derrumbe traumático -el gol de Gil, en el que Silva salió muy atropellado, sin medir distancia como la canción, y el yerro de Mosquera que propició el tercer tanto también requiere de reflexión-. Sin embargo, parece que no fue así: las caras ni siquiera se compararon con aquella derrota también increíble -aunque enmarcada por otras circunstancias más cercanas a la desconcentración en los últimos minutos- ante Bucaramanga que le supo cambiar la bitácora a Alfredo Arias y sus dirigidos. Porque al final de ese encuentro la cara de todos era de sorpresa, de no entender qué había ocurrido. En cambio, la goleada en el Daniel Villa Zapata ni un atisbo de resignación desató.
Así fue cuando Carlos “La Roca” Sánchez -un tipo que sabe de jugar en momentos límite, que estuvo con Colombia en dos Copas del Mundo, que en algún momento fue considerado uno de esos caudillos anímicos de aquel ciclo exitoso de la tricolor de José Pékerman- empezó a hablar al finalizar los 90 minutos y fue llamativo verlo tan cómodo, tan tranquilo, casi como si se hubiera disputado un partido amistoso de pretemporada o un encuentro entre viejas glorias del fútbol que no resiste mayor análisis. Habló de la derrota, de lo que charlaron en el camerino, de las indicaciones que le dio Arias al plantel, pero en un tono de particular sosiego, casi que con un gesto en la boca de cierta risa. Y la verdad yo no entendía el por qué si no había un solo motivo para sonreír.
De pronto yo soy un histérico. No me aparto de esa opción; de golpe yo le estoy dando mayor importancia a un asunto que no lo tiene, porque ya llevo dos columnas en las que he cuestionado la actitud de jugadores que sonríen en instantes en los que de verdad no hay contexto para hacerlo. De repente yo tendré que bajarles a los propios decibeles de la presión, tan malsana y tan perjudicial a la hora de evaluar un resultado o de someterse a una prueba de esfuerzo.
De pronto yo no hubiera servido para futbolista, no solo por mis miserables condiciones que no me dejan hacer dos pases seguidos. Es porque estaría muy emputado de perder feo cuando tuve la cima del torneo en mis manos. De pronto ese ya no es el camino.