Cada vez que se sortea un Mundial de Clubes, es como si volviera a morir la Intercontinental: Seattle Sounders, Al Hilal, Inter Miami, Mamelodi, Ulsan, Salzburgo, León, Al-Ain, Monterrey terminan siendo nombres ajenos a lo que fue una competencia que enfrentaba al mejor club de Sudamérica, ganador de ese derecho al ser campeón de la Copa Libertadores de América y al equipo europeo más reluciente, honor que tenía encima por ser el vencedor de la Champions League.
El torneo, que irá del 15 de junio al 15 de julio del próximo año convocó a 32 clubes, en una especie de Marvelización del fútbol, porque siempre se busca hacer una especie de Liga de la Justicia en la que los mejores de cada continente tengan derecho a competir de acuerdo a su correspondiente mérito en cada una de las confederaciones a las que están afiliados. Y a mí eso, la verdad, siempre me ha parecido un bodrio. Digo, desde tiempos de otro Mundial de Clubes, aquel que le daba premios al que quedaba de quinto, por ejemplo. ¿Para qué premiar ese lugar entre, no sé, siete participantes?
Por eso el formato Intercontinental no tiene ni tendrá comparación. Era como Foreman y Alí en Kinshasa. Los dos mejores se iban a los golpes y listo. La sede escogida, ya en los ochentas cuando se decidió que lo de partido único fue el estadio Nacional de Tokio, pero antes era un ida y vuelta atroz en el que, en tiempos de viajes complejos y rutas aéreas difíciles, había que ir a visitar la casa del otro con los mismos nervios que el novio va por primera vez a conocer a los suegros.
De ahí surgieron legendarios enfrentamientos: El Estudiantes de La Plata-Milan con puños y golpes en La Bombonera, o el penal errado de Cucurella y la consagración del joven Ricardo Bochini en el enfrentamiento Juventus-Independiente. y Más tarde, aquella corneta estentórea, ese silbato omnipresente en las transmisiones desde Tokio que hizo crear un ruido ambiente inimitable en aquellos enfrentamientos.
Y cuando se dio el partido único también se generaron hermosas leyendas, como aquella que apuntó al uruguayo Waldemar Victorino, figura de la definición ante el Nottingham Forest de 1980 y al que alguna vez se le acusó de quedarse con el Toyota que daba como premio la organización del certamen. Es que era casi que religioso que el futbolista premiado con el automóvil por su rendimiento en cancha, vendía el vehículo y repartía el dinero en partes iguales entre su plantel. Victorino, que falleció en el 2023 luego de no poder superar un intento de suicidio que lo dejó en mal estado durante ocho días de extensa agonía, siempre negó el hecho, pero se creó una historia a su alrededor.
Ver a Jorge Seré deteniendo penales ante el PSV o a Higuita saliendo del campo para gambetear rivales en 1989. Presenciar el brillo de Rai frente al Barcelona de Cruyff o la definición de Muller ante el acabarropa Rossi en el Sao Paulo-Milan de 1993… todas esas postales ya no están más porque al acabarse la Intercontinental también murieron esos relatos que nunca ha podido escribir un Mundial de Clubes.