Puede que defiendan nuestros intereses usando la camiseta que adoramos pero los hombres elegidos para defendernos se empeñan en demostrar que sus fichajes hubieran sido diseñados por cuenta del rival de patio. Hay formaciones que queremos borrar de nuestras mentes y sacarlas lo antes posible de la cabeza por el daño que nos hicieron. Es el dolor genuino de quien no ve que el equipo que está listo para salir a la cancha sea el idóneo.
Se hace difícil esa tarea de ver cómo la desconexión entre club y sentimiento puede aflorar. Claro, nadie habla de cambiar de parecer en términos futbolísticos pero sí de ese desgaste producido por varios males. Uno de esos Millonarios que me hizo pensar en que eran tiempos difíciles fue el del 2010. Más o menos la cosa era así: en la portería andaba el uruguayo Juan Obelar; estaban en defensa Elvis Perlaza, Oswaldo Henríquez, José Mera y Mauricio Casierra; en el medio el paraguayo Esteban Ramírez, Rafael Robayo, Ómar Rodríguez y Ómar Vásquez; adelante Boyero y Arrechea. A veces entraba Ulloque, a veces Alex Díaz, a veces Luis Mosquera... pero la fe estaba guardada en el cuarto de Sanalejo: era pensar que la victoria, los tres puntos ganados, iban a ser cuestión milagrosa antes que futbolística.
Hay épocas así: en las que se pone a prueba el teflón del fanático, al que le cuesta que le resbale el momento de su institución. Porque una cosa es armar un combo que después no da resultados: con ‘Cheché’ Hernández en el 2002 los nombres no eran malos (Mayer Candelo, Arley Betancur, Pacho Foronda listo para pegarle hasta a la incredulidad, Rubiel Quintana) pero el tiempo dejaría ver que el conjunto naufragó clamorosamente. Formaciones más modestas -como la del 2003, hicieron mejores campañas sin tanto bombo, por poner un ejemplo aleatorio- fueron capaces de lograr estar mucho más arriba. Recordé el once que se armó a partir de las carencias por allá en 2004 que jugaba más o menos así: Héctor Búrguez; Omar Rodríguez, Javier Pablo Navarro, Jaime Bustamante, Nicolás García; Bonner Mosquera, Carlos Gutiérrez, Fabio Tamayo, Jesús De Filippe; Andrés Rodríguez y Pepe Moreno. Ir al estadio era un acto de fe.
A lo qué voy es a esas alineaciones que las cubría un carácter tan desangelado, tan aguas tibias, tan poco llamativo que lo llevaron a uno como hincha a tratar de ver sólo la camiseta por encima de quienes la portaban porque si se hacía la disección de los nombres, la esperanza de conjugar el verbo ganar podía ser imposible. Pocos se salvaban.
Me puse a pensar en esos equipos que ni siquiera nos decepcionaron porque nadie pensaba que fueran capaces de triunfar. Y en los pobres que les tocó estar en el campo y soportar nuestra sustentada incredulidad hacia ellos, encargados con sus actuaciones de darnos la razón cada domingo que los fuimos a ver.