Mi primer clásico

Nicolás Samper recuerda su primera vez en el derbi bogotano entre Millonarios y Santa Fe. 

Nicolás Samper, columnista invitado.

Foto: Archivo Particular

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03 de marzo 2020 , 05:17 p. m.

Pedir permiso para ese evento era imposible a menos que uno estuviera acompañado de un adulto responsable. El debut en la cancha siempre será ante un rival que ostenta menos poder: el mío fue ante el Bucaramanga, por ejemplo, en el 85 y aunque el sueño era entrar y ver el juego que como hincha más se sufre y más se desea, las negativas eran taxativas.

Así que mientras tanto era ver al Quindío, al Tolima y al Pereira, que igual era maravilloso, pero clásico es clásico. A los 11 años no había seguridad como para que “el-niño-vaya-a-ver-un-partido-de-esos-porque-ese-clima-es-muy-peligroso” y blablabla. Era como ese extraño sentimiento que en la infancia nos rodeaba al pasar por la taquilla de un cine que en su cartelera presentaba películas que solo podían ver mayores de 18.

Porque para entrar a un Millonarios-Santa Fe parecía que únicamente la mayoría de edad fuera capaz de dar ese aval, al menos en mi casa. Hasta que en 1989 -año de por sí difícil en el país por los atentados diarios en las ciudades- por fin hubo bandera verde, eso sí, con malas caras: Alejandro Rivas -tío político y con sangre roja y blanca- me dijo que arrancaban con sus hermanos Juan Manuel y Pablo para El Campín y que tenía una boleta. Que me mosqueara porque salían ya. Y como pasa con esos permisos, había que poner a Alejandro como escudo para recibir la autorización y que él se comprometiera a que me iba a cuidar. Lo hizo y mi mamá no tuvo otra opción que dejarme ir.

Ojo, era ir al clásico bien acompañado pero al mismo tiempo era irlo a ver solo porque en ese cuarteto de pasajeros montados en el Mazda 626 L que conducía Juan Manuel Rivas, el único azul del grupo era yo.

La noche era de esas que tienen un olor especial, ese que no se puede explicar y que aparece cuando un miércoles en la noche hay fútbol. Y aunque el cielo está cubierto por la noche, de pronto al acercarse a la 57 las nubes se ven blancas por la luz de las turres de iluminación. Todo es hermoso en ese instante.

Santa Fe venía mal: en el clásico jugado 8 días antes -se jugaban unos hexagonales regionales rarísimos- el rojo había perdido por expulsiones a Jorge Raúl Balbis -un crack de la defensa- y a Freddy Rincón -el motor del mediocampo del equipo que dirigía Diego Umaña-. Nos hicimos del lado de Santa Fe, en tiempos en donde igual se mezclaban todos y no había rollos. Al minuto de juego el reemplazo de Balbis, un zaguero bogotano llamado Rubén Darío Ramírez, se equivocó saliendo; Jorge Raigoza le robó la pelota, vio salido de su arco al portero rojo Fernando Hernández y se la englobó: 1-0 y a celebrar solo, en medio de la cara de ira de los Rivas.

Esa noche Goycochea tuvo poca acción y Millonarios fue una máquina. Fue 3-0 para Millos con dos goles -una rareza- de Eduardo Pimentel, detestado por supuesto por mis compañeros adultos de estadio. Un gol de Eduardo fue de media distancia, al rematar una pelota desde 25 metros que se fue al ángulo superior izquierdo del arco sur. Y, ya en el segundo tiempo, un cabezazo con cambio de palo al portero tras centro de Abonía. Yo gritaba con rabia y alegría esos goles que estaban dándome la mejor bienvenida a un Millonarios-Santa Fe; los Rivas, en cambio, se les veía la intención de matarme y no dejar rastro cada vez que me levanté de la silla para aplaudir al equipo que me llenaba el corazón.

El regreso fue silencioso: había más ruido dentro de la urna bicentenario que en ese Mazda 626 L negro. Solamente Juan Manuel, con sarcasmo, accionaba la bocina del carro a la salida del Campín con el “fa-fa-fa” rojo cuando se cruzaba con un peatón o carro azul.

Fue mi primera alegría en un clásico. ¿Cómo fue la suya y en qué clásico colombiano? Escríbame a @udsnoexisten

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