De Guayigol, North Star y Jogger

Nicolás Samper recuerda los tenis que usaba en el colegio, lejos de las famosas marcas deportivas.

Nicolás Samper, columnista invitado.

Foto: Archivo Particular

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24 de octubre 2018 , 10:43 a. m.

Leonardo Ferri escribió un libro llamado “zapatillas” en el que cuenta la historia de los tenis en Argentina. Me enteré de eso oyendo un programa de radio que para los futboleros debe ser el primer plato del menú cada día: se llama ‘Era por abajo’ (puede buscar el podcast en Spotify) y es conducido por Ezequiel Fernández Moores, Andrés Burgo y Alejandro Wall. Si no lo ha oído, me adelanto y cuento acá que Ferri, entre otras cosas, cuenta que el nombre de Topper como marca deportiva se generó gracias a un perro: uno de los dueños tenía un can bautizado con ese nombre y a la hora de elegir el bautizo de fuego para la empresa se la jugaron por Topper, por el nombre del perrito.

Gracias a ‘Era por abajo’ y a Ferri, me quedé pensando en el primer par de guayos o en esos tenis que usábamos en tiempos en los que contar con unos Adidas, Puma, Nike y demás era apenas un sueño de esos imposibles por el costo -aún siguen siendo zapatos caros- y segundo, porque no era fácil conseguirlos en un país que se alimentaba apenas del mercado interno. Porque si había días importantes en el colegio eran los de Educación Física: era la posibilidad de jugar fútbol, de hacer lo que de verdad queríamos, de justificar por fin tanto brócoli y coliflor servido en materias aburridas como matemáticas -es mi caso personal- para por fin probar el postre con las jornadas de deportes que martes y jueves, estaban asignadas al pensum colegial.

Entonces era rezar para que la resistencia de la nevera diera el suficiente calor para que se secara la pseudogamuza que cubría la punta de los North Star para llevarlos al colegio limpios, con el único propósito de ensuciarlos en el recreo. Los Jogger eran similares, toda una especie de imitación de Adidas, pero era lo que había y no era poco: nada más dichoso que poder tener unos tenis para jugar. Los Aeroflex, muy espumosos por dentro, eran buenísimos para caminar pero difíciles para jugar fútbol si eran de bota. Había FastTrak también, pero tenían un grave defecto: recién abierta la caja los zapatos olían a pan y ese bouquet nunca se quitaba. Con el uso resultaba imposible pelear con el talco para disimular ese olor inicial de fábrica porque quedaba ahí impregnado hasta que los dedos gordos se salían por las costuras. Los Prokeds hicieron carrera, al estilo de los Converse, en las canchas de micro. Los Darioo ayudaban a simular unos Stan Smith de imposible pago en mi casa igual que algún par de Redbrook o Rebuk, denigrados por los que sí contaban con los originales. ¿Y uno? Soportando la presión social en contra de las versiones piratas que llevábamos puestas y agradeciendo el esfuerzo casero de llegar con zapatos nuevos a clase y de patear pelotas sin tener los pies descalzos.

Mi papá me compró mis primeros guayos tal vez en el año 86. Se fue a las tiendas de deportes del 7 de agosto y llegó con unos AS de diseño clásico, sin vetas blancas en tiempos en los que los guayos eran solamente negros. En la lengüeta las dos letras estaban enmarcadas en una bandera de Colombia. Después vinieron los Guayigol, lindos, con cinco (¿o cuatro?) líneas blancas y no tres, como los Adidas y con mil taches de caucho. Ni pensar en taches intercambiables.

A todos esos recuerdos me llevaron Fernández Moores, Burgo, Wall y Ferri, que decidieron hablar un día en radio de esos tenis que usaban ellos en su niñez.

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