Me alegró mucho sobre todo por él. Por Andrés Llinás. Digo que sentí felicidad por el zaguero central de Millonarios porque un poco su presencia en el campo es la de nosotros, la de los que no tuvimos el privilegio envidiable de poderle pegar bien a la pelota o de saltar a tiempo para conectar un cabezazo; digámoslo sin muchos adornos: es la voz de aquellos que nunca la tuvimos a la hora de jugar porque éramos unos troncos horribles, causantes de daños irreparables sobre cualquier estructura futbolística a la hora de armarse los picados o los juegos de barrio a cara de perro y donde resultamos ser los últimos elegidos, el ripio, el sobrante, el fichaje indeseado a la hora de la repartición con el método del pico y pala.
Llinás en la cancha también representa a esos que comandaron en la infancia y en la adolescencia ese selecto grupo de cracks que, por cualquier circunstancia de la vida, no pudieron nunca jugar fútbol profesional. ¿Motivos? Muchos: un DT de juveniles que quisiera cobrar un peaje para admitir al muchacho a pesar de su calidad que estaba fuera de cualquier discusión, una lesión de esas que marcan el destino, el reto casero de ponerse a estudiar en vez de estar rompiendo bluyines por culpa de la pelota, cambiar la noche por el día -porque Grealish solo hay uno-…
Y es que hay una condición que, sin ninguna clase de diferencia, hermana al más perverso futbolista aficionado con el mayor talento barrial: los dos soñaron (soñamos) alguna vez con salir por el túnel portando la camiseta del club que amamos entre esa nube de papel picado, con poder estrechar la mano del árbitro y esperar si la elección en el sorteo era la de escoger lado o saque; y cualquier fanático de un equipo de fútbol alguna vez perdió (perdimos) el tiempo, mirando sin ver por la ventana del bus, imaginando recibir una pelota que, al ser empalmada, llenó de gol el óvalo del Campín propiciando una vuelta olímpica que le diera la gloria a su institución, pero que también lo cobijara con la gloria de quien es el protagonista de la película.
Le tocó esperar más de la cuenta a Llinás y aun no entiendo por qué. A Millonarios llegaron tipos que jugaron en su posición y que daban risa, mientras que él, paciente y callado, seguro fantaseaba como nosotros, mirando sin ver por la ventana del bus, con alcanzar ese lugar por el que había hecho los suficientes méritos pero que, por una extraña ceguera, varios entrenadores no observaron. Se fue hasta Valledupar para que el rodaje no se refundiera, hasta que en plena crisis de resultados y ya con Llinás de nuevo en Bogotá, un día Alberto Gamero decidió acudir a los niñatos en un partido contra Nacional. Fue victoria 3-0 y Llinás (y Juan Moreno también) fue figura.
Desde ese momento no salió nunca más de su puesto. Y qué felicidad tremenda ser hincha acérrimo de un club y poder vestir esa camiseta. Qué alegría poder quedar en los libros de la historia de Millonarios por haberse jugado la vida en estas finales, tan traumáticas pero tan felices, pero que a través de la valentía de Llinás, se terminaron esclareciendo, como con ese gol determinante frente al Medellín o tomando la lanza de la recuperación en la final en Bogotá, sacando al equipo, animando a los suyos con la idea de que sí era posible revertir el panorama adverso y marcando un golazo que gritamos todos (la jugada previa a ese tanto proviene de un córner, luego de que Llinás se fuera al ataque).
Gritamos ese gol tan intensamente porque ese sueño frustrado que muchos no podremos cumplir jamás, lo vimos materializado en él.