Inmune al dolor

Opinión de Nicolás Samper sobre el argentino José Luis Brown.

Nicolás Samper

Columnista Futbolred

Foto: A. particular

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15 de enero 2019 , 02:46 p. m.

Se moría del dolor pero eran más las ganas de quedarse dentro del campo. Hoy no habría podido soportar ver cómo la mayoría de sus colegas ven en el carrito de golf de asistencia el oasis necesario para darse un respiro; le parecería inconcebible ver a, digamos, un Neymar caer ante sus pies por obra y gracia de un contacto imperceptible. De seguro lo hubiera tomado de las axilas y lo hubiera levantado con bravura, como un títere sin cuerdas al qué hay que sacar del escenario.


Porque era rudo, no malintencionado que es distinto. Una cosa es cruzar con una plancha a un jugador que se va rumbo al gol y otra es romperle la cara de un codazo en un salto dividido en la mitad del campo. José Luis siempre fue de los primeros. Es que si alguna vez se le fugaba a gol un rápido atacante podía hacer lo que cualquier zaguero: lanzarse de atrás y derribarlo. A veces hasta a los defensores más cancheros deben romper el vidrio donde reposa el extintor. No fue su costumbre ya que el saber estar era su arma más preciada: ahí radicaba su profundo valor como jugador.

Hacía parte de los que se encargaban del trabajo sucio en uno de los equipos más vistosos de Argentina en la década del ochenta: los críticos que alguna vez tildaron a Carlos Bilardo de precavido y de obsesivo en defensa debieron callar ante un mediocampo gobernado por un solo volante de marca -el querido Miguel Russo- y tres números 10 que convertían en magia lo que tocaban: Alejandro Sabella, Marcelo Trobbiani y José Daniel Ponce -los dos últimos con pasos por Colombia en Millonarios y Junior y Magdalena respectivamente- tenían como tarea dejar listos para el gol a Gottardi y Trama en ese Estudiantes de La Plata 82/83.

Y bien resguardado en la cueva andaba José Luis, prestó a barrer desde el fondo, a salir jugando y a reventarla si es que la ocasión lo ameritaba. Lo suyo era sumar pero en silencio. Vino por estos lares a enrolarse en Atlético Nacional donde no le fue mal. De ahí a Boca Juniors en donde lidió con y contra todo: lesiones y resistencia popular. Entró a sumar a la selección Argentina y contaba que la rodilla no lo dejaba en paz: que perdía la cuenta de las jeringas de líquido que le sacaron de la rodilla. Sin club y con registro del modesto Deportivo Español lo convocaron al Mundial. Sabía que iba a sumar y listo, pero le bastaba con eso. Cero diva, cero problemático, entendió que de inicio su sitio iba a ser de rueda de repuesto.

Estaba esperando sentado en un andén a que pasara el tiempo en la aburrida concentración en la sede del América de México y vio que Bilardo, el único que confió en sus condiciones se aproximó a él y le dijo que se preparara porque iba como titular en el debut ante Corea del Sur en detrimento de Daniel Passarella, caído en combate fuera de la cancha por culpa del “mal de Moctezuma”.

Nadie confiaba en que su protagonismo iba a ser clave en aquella Argentina modelo 1986: jugó con 4 en el fondo y luego con 3, siendo él el líbero y líder de la defensa acompañado por Cuciuffo y Ruggeri. Y se adaptó a todos los sistemas. Fue sólido ante los coreanos, los italianos -campeones del mundo reinantes-, búlgaros, uruguayos, ingleses -donde se impuso en medio del bombardeo de los de Bobby Robson- belgas y alemanes. Justo en aquella final abrió el camino con un gol de cabeza tremendo. Y en ese partido demostró que lo suyo no eran las lágrimas: en un choque se le luxó el hombro. Lo iban a cambiar pero se opuso porque el dolor no es más fuerte que las ganas de alcanzar la gloria, entonces abrió un hueco en la parte baja de su camiseta Le Coq Sportif para, con la presión de su pulgar, mantener el brazo estático, como con una escayola improvisada. Quería llorar pero había que jugar.

Pocos tipos pueden dar ese testimonio de valentía. José Luis Brown, hoy grave en una clínica, nunca se rindió ante los contrastes.

Por Nicolás Samper C.

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