En muchas redacciones, si tiene suerte, es un ciudadano de tercera categoría. En las más despiadadas, es un afortunado si es de cuarta. Al menos así era en mis tiempos, en los que el pasante que aplica a un sitio para empezar a demostrar lo que ha ido aprendiendo con el tiempo debía llegar a un ambiente más bien hostil, con cara de pocos amigos y sin que la atención se centre mucho el el muchacho que muchos ven como una posible amenaza para aquellos que, viejos zorros, sienten que el nuevo, con rastros de acné y curiosidad por dar sus primeros pasos en las grandes ligas, puede ser capaz de volaris el puesto que durante muchos años han defendido con garras y dientes.
Y aunque la única defensa que se tiene para poder defender el puesto es trabajando bien, hay gente que tal vez anda en otra y sabe caminar la cancha a su ritmo, como para que aparezca de la nada un pelafustán entusiasta, que también está en su propia lucha: la de sentirse parte de algo más ambicioso que una aula universitaria, de poder gambetear el desempleo que agobia, en especial cuando no hay ni una moneda en el bolsillo y hay que devolverse a pie hasta la casa pensando que sí, que mañana podrá ser un día mejor (en el fondo, para una mente más realista, se piensa que probablemente mañana no será un día tan malo como el que pasó); también la de quedarse enganchado, porque claro, en la casa hay que empezar a ayudar y un solo bolsillo no alcanza a cubrir todas las necesidades.
Entonces, como me contaban alguna vez, el practicante solamente sirve para labores ajenas a las del periodismo: empieza el voleo, pero de servicios generales: que el chino nuevo vaya y me traiga un tinto; que el pelado como no está haciendo nada traiga una bolsa de panes para todos. Y no está mal hacerlo de vez en cuando -de adultos lo seguimos haciendo, de hecho, porque a nadie se le va a caer una medalla por traer café o ir a la panadería-, pero si la misión apunta a traer tintos y pan como única actividad, pues hay un serísimo problema, ya que el más grave inconveniente que aparece en la vida del pasante es que no va a aprender nada allí, más allá de la reputación connotada del medio de comunicación; el lío es que sus compañeros temporales son egoístas en su conocimiento o simplemente no tienen mucho que enseñar, porque son mediocres.
Alguna vez me contaron que una periodista pedía practicantes y, en vez de enseñarles los secretos de la producción periodística, de corregirles un texto o de mandarlos a una rueda de prensa a grabar y ver qué salía de ahí, los muchachos eran elegidos para que le hicieran sus diligencias personales, como pagar recibos, darle una vuelta al perro, pedirles taxis -que a veces iban por cuenta del decepcionado y desplatado aspirante- y retirarles dinero del cajero automático, entre tantas cosas más. Puede que, de golpe, al practicante le ocurra lo contrario: que nadie le pare bolas y que se convierta en un mueble al que nadie le da algo de atención. ¿Por qué se portan así con el novato? La respuesta habla de un reduccionismo que raya en el resentimiento: “Si a mí me tocó comer mierda, ¿por qué no a ese huevón?” Con lo buena que sería la vida si se cortaran esas herencias estercoleras… Ni hablar de aquellos que acosan laboralmente o sexualmente, que seguro también ha pasado.
¿Que hay practicantes desastrosos? Pero por supuesto. ¿Que hay practicantes incumplidos e irresponsables? No hay duda. ¿Que hay practicantes que sienten que deberían estar a cargo de la sección editorial del New York Times y se sienten superiores? Indudable. Y esos tres problemas pueden matizarse, incluso corregirse si es que el joven da con un buen mentor, generoso en el conocimiento y si el pasante tiene paciencia para entender que el periodista también tiene que hacer su trabajo y no puede estar todo el tiempo detrás de él.
El periodista, por su parte y aunque no cuente con tanto tiempo, debe darle responsabilidades periodísticas al que quiere llegar a ser como él, para que pueda entender cómo funcionan las cosas en la vida real. También el comunicador consagrado debe recordar que también alguna vez fue practicante y que alguien lo quiso desencantar de su oficio porque estaba bien que comiera mierda. Y debería recordar lo mal que la pasó durante esos días en los que, por culpa de algún idiota inseguro y resentido, sentía que la pasión por el periodismo amanecía todos los días herida de muerte.