El legado de 'O Rei'

Opinión sobre la importancia del brasileño para su país y para los Mundiales de fútbol.

Jorge Barraza

Columnista Futbolred

Foto: Archivo particular

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06 de junio 2018 , 06:58 a. m.

Propiamente en el camarín del Santos quedó un Pelé casi niño, al cuidado del técnico Lula y de futbolistas consagrados como Zito, Pepe, Pagao, Formiga, Vasconcelos… flamantes campeones paulistas de 1955. Dondinho, padre de ese morenito flacucho promesa de crack, había sido futbolista profesional y conocía a varias de las figuras santistas. “Él se va a quedar en Vila Belmiro, les pido que me lo cuiden”, solicitó Dondinho.

Pelé lo recuerda con enorme emoción: “Vasconcelos, el capitán del equipo, tenía un corazón tan grande como su corpachón de ropero. Me rodeó los hombros con un brazo y le dijo a mi padre: Quédate tranquilo, va a estar en buenas manos.

Ni Julio Verne hubiese podido imaginar en aquel momento que ese montoncito de ilusión, todo timidez y nada de músculos, sería luego el Atleta del Siglo. A esa emoción inicial de ser presentado en un club de Primera División, y nada menos que entre los profesionales, le siguió una enorme tristeza: su papá Dondinho y su descubridor, Valdemar do Brito, se despidieron allí mismo. “Por mucho que me gustara la idea de entrenarme con el equipo del Santos, en ese momento hubiera pagado por volver a Baurú con mi padre”, recuerda O Rei. “Nos abrazamos con fuerza y pude contener las lágrimas al verlo partir. No quería que el resto del vestuario me viera llorar”.

Aquel instante mágico lo evoca Pelé en su libro autobiográfico Mi Legado, aparecido en 2002 y al cual el superastro considera su único testimonio oficial. “Es la Biblia de Pelé”, dice él mismo.

Quince años tenía. Apenas tres meses después, tras haberlo alimentado convenientemente, Lula lo hizo debutar en Primera. Los mayores del plantel lo mandaban a comprar cosas. “Ve rápido, no ahorres gasolina”, le ordenaban. Así le quedó su sobrenombre inicial: Gasolina. “Pero tras mis primeros goles comencé a salir en los diarios. Se los mostraba a mis compañeros y les decía: ven, aquí no dice Gasolina, dice Pelé, así quiero que me llamen”.

Edson Arantes do Nascimento soñaba con el estrellato en la pensión del Santos tanto como extrañaba a su familia en Baurú. “Si algo me salvó fue el clima cálido y de amistad que reinaba en Vila Belmiro”, narra. Y lo define como una escuela de compañerismo. “Era como si ese ambiente austero hubiese sido planeado a propósito: nada de lujos superficiales, lo valioso estaba en la actitud”. Pero el pequeño Pelé venía bien formado desde el seno familiar, donde la rectitud de Doña Celeste, su madre, era de hierro. “Su código era inquebrantable -relata Edson-: la familia Arantes do Nascimento era pobre, pero se debía comportar bien. No robábamos, no mendigábamos, no mentíamos, no engañábamos, no decíamos palabrotas cualquiera fuese la provocación, creíamos en Dios y le rezábamos regularmente, aunque no esperábamos que solucionara nuestros problemas. Tratábamos con respeto a la gente mayor y, sobre todo, obedecíamos a nuestros padres, si no…”

Mi Legado revela un costado casi desconocido de la vida del máximo goleador de la historia. Las brutales defensas no fueron el mayor obstáculo que debió sortear Pelé para llegar a la cima, sino su propia madre. Papá Dondinho jugaba en un cuadro pequeño de Tres Coracoes, en el interior de Minas Gerais. Sus ingresos eran magros. Luchó hasta tener la gran oportunidad: lo fichó el Atlético Mineiro, pero en su primer partido, tras un choque con Juvenal (luego jugó el Mundial del ’50) se rompió los ligamentos. Y comenzó un calvario. La obstinación de Dondinho por vivir del fútbol lo llevó a Baurú, contratado por el BAC. Allí fue la familia, siempre en medio de peripecias económicas. De allí que Doña Celeste fuera terminante: “No quiero otro futbolista en esta casa”.

Pero Dondinho sabía que tenía una joya entre manos y casi dedicó su vida al pequeño Edson, a quien los niños de Baurú comenzaron a llamar Pelé. Le enseñó a cabecear, a definir, a poner el cuerpo… todos los fundamentos. Y un día sucedió lo increíble: al modesto BAC, donde jugaban padre e hijo, llegó el gran Valdemar do Brito, figura de renombre en el fútbol brasileño, para entrenar a los niños. Allí Valdemar encontró al fenómeno. Él lo llevó al Santos. Convencer a Doña Celeste de que el muchachito dejara la fábrica de zapatos donde trabajaba y la casa paterna para irse a jugar al Santos fue la prueba más dura que debieron afrontar. Confiesa Pelé que eso resultó mucho más difícil que ganar el Mundial de Suecia.

“En julio de 1950 yo tenía nueve años. Estaba jugando en la calle, como siempre y Dondinho me llamó: adentro, que ya empieza la final. ¿Qué final?, pregunté. La final del mundo entre Brasil y Uruguay. ¿Y qué pasa…? insistí. Que va a ganar Brasil y vamos a celebrar, respondió. Papá, tío Jorge y varios amigos escuchaban el juego por radio. Cuando terminó, con el triunfo de Uruguay por 2 a 1, Dondinho lloraba. Nunca había visto a mi padre llorar y le dije, por esas cosas de niños, para consolarlo: No llore, papá. Yo voy a ganar una Copa del Mundo para usted, se lo prometo”.

Ese niño criado en un hogar modesto y severo no sólo cumpliría su promesa, sería el futbolista cumbre de los Mundiales con tres títulos ganados. Asombró al público europeo con 17 años, siendo figura y goleador de Brasil en apenas tres partidos. En el juego de despedida de Brasil antes de viajar a Suecia, frente a Corinthians, Ari Clemente, defensa corintiano, le entró con violencia y lo lesionó en una rodilla. El jovencito que aún trataba de desprenderse del apodo de Gasolina, tembló: “Ya me veía fuera del Mundial, con todos los muchachos partiendo para Suecia y yo en casa, con la rodilla vendada. Para peor, la rodilla derecha, la misma que había terminado con la carrera de mi padre. Me hicieron interminables pruebas y exámenes; recién pude estar seguro cuando me subí al avión”

La lesión le impidió estar en los amistosos previos en Italia y en los tres primeros partidos del Mundial. Apareció recién en cuartos de final ante Gales y marcó el gol del difícil triunfo 1 a 0. Hizo tres en semifinales ante la revelación, Francia, y dos más a Suecia en el desenlace. Seis goles y toda su magia. Al finalizar el torneo, la célebre revista francesa Paris Match publicó una enorme foto de Pelé en portada con el título “LE ROI”. Así ganó el apelativo que lo eternizaría universalmente: El Rey Pelé.

El instaurador de la camisa 10 recuerda una anécdota de ese, su primer Mundial, el de Suecia, país de gente blanquísima y rubia. En 1958 el mundo aún no estaba globalizado. A los suecos los carcomía la curiosidad por los morenos. Miraban con asombro a los brasileños. “Estábamos en Rasunda -evocó O’Rei-, en la concentración. Se me acercaron dos niños pequeños, muy lindos y tiernos. Intrigados, pero sin maldad, pasaron la yema de sus dedos por mi rostro. Querían comprobar si de era verdad negro o estaba pintado. Allí comprendí la inocencia de los niños. Siempre los amé, pero desde ese momento me hice a mí mismo un compromiso hacia ellos”.

Luego vendría Chile ’62, al que llegó lesionado otra vez. “Ya estábamos cerca de partir para la Copa. Se programaron cuatro partidos de preparación previos. Al terminar el primero sentí un dolor en la ingle y no le di mayor importancia, pensé que al día siguiente pasaría. Pero luego se convirtió en una puntada. El doctor Gosling me preguntó: ‘¿Puedes entrenar?’. La sangre se me heló y mentí. El preparador físico Amaral había dicho: ‘Hombre que no entrena, no juega’. Así que respondí que podía. Fue un error. En el segundo partido, ante Checoslovaquia, no daba más del dolor y tuve que salir. Me perdí el resto de la Copa. De ese partido recuerdo un gesto inolvidable, emocionante, de tres de mis rivales: Masopust, Poplar y Lalas. Se dieron cuenta de mi dolor y desesperación por seguir jugando e hicieron lo imposible por no tocarme, pese a que se estaban jugando la clasificación. ¡Qué caballerosidad deportiva!”

Llegarían Inglaterra ’66, un Mundial desastroso para Brasil y para Pelé, que retornó de nuevo magullado, y otra vez la gloria en México ’70. Ahí el hombre dijo adiós, dejó para siempre su leyenda.

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