La idiotez ha llegado a unos límites en los que el fútbol ya parece cualquier cosa menos lo que inicialmente se pensó que iba a ser fútbol. Hinchas que detienen los partidos así se esté despidiendo uno de sus referentes en el campo y sin importar ese motivo, estropean sin miramientos cualquier homenaje, finales de segunda división que están casi que diagramadas para tener un desenlace esperado para los implicados, un tercero que tenía ganas de meterse a esa disputa por leguleyadas y que se quedó por fuera, equipos que arrasan en el campo y fuera de él, con escándalos disciplinarios que muestran nuestra condición humana…
Pero poco hemos reparado en la intención de las “pequeñas privatizaciones” que algunos quieren patentar, como si hubieran descubierto la cura contra el cáncer. Empecemos por Cole Palmer que, paradójicamente, podría ser uno de los últimos exponentes del fútbol de antes, del que está más cercano al potrero que al de las vallas publicitarias y que hace parte de uno de los debes con los que hoy carga el fustigado Josep Guardiola, luego de que no le viera tantas condiciones como para hacer parte de su robótico Manchester City. Palmer abandonó al celeste y terminó siendo un futbolista de gran valor para el juvenil Chelsea con Mauricio Pochettino primero y hoy, viviendo un presente de esplendor con Enzo Maresca.
Resulta que el que parecía ser el “último mohicano”, el único futbolista al que le importa solo la pelotita antes que el resto de locuras que rodean el fútbol moderno, decepcionó con una intención que lo ubica más cerca de ese nuevo fútbol que nos toca padecer: Palmer va a registrar su celebración de goles para fines comerciales. Curioso: aquel autoabrazo en el que se soba los brazos como si se diera un consuelo ante el frío, no es una celebración propia: Morgan Rogers, hoy en Aston Villa y amigo de Palmer, fue quien la hizo primero cuando jugaba para el Middlesbrough y le marcó un tanto al West Bromwich Albion.
Igual su idea es esa: monetizar el sentimiento, muy acorde a lo que ocurre por estos días. Creo que no ha sido el primero en este rubro; lógico, tampoco será el último pero sí destiñe un poco el ya borroso fútbol de hoy.
Lindo es recordar los festejos épicos, esos que no cuentan con ninguna clase de preproducción y que tampoco esperan que suene la caja registradora para ponerlos a funcionar. Bello es ver de nuevo el grito de Marco Tardelli cuando venció la portería de Schumacher con un golazo en la final del Mundial 1982 o evocar al fallecido Rashidi Yekini atrapado entre la red de un Mihailov desairado, gritando el primer gol de Nigeria en una Copa del Mundo hasta el punto de la lágrima.
El grito de gol de Cole Palmer ya perdió su gracia; es como Bart Simpson diciendo “Yo no fui” o el niño hincha de Talleres de Córdoba que también se rindió ante el rumor de los billetes y dice “Aguante Taiereeee” hasta para anunciar fiestas de 15 como un payaso decadente.