La entrada por oriental tenía muchos hinchas santafereños que se iban acomodando antes de que empezara el juego nocturno de 1991. Yo acompañé esa noche a mi amigo Alejandro Velasco, santafereño de raza, por aquel pacto adolescente que expliqué alguna vez en otras columnas: éramos compañeros de colegio y quedamos en que yo iba con él al estadio cuando jugara Santa Fe y él estaría conmigo en los partidos de Millonarios. Así, con ese método, aprendimos un montón de fútbol y no nos perdimos un solo duelo en El Campín durante tres años.
Eran tiempos en los que los hinchas podían sentarse mezclados, sin importar el color de su divisa, ni había prohibiciones para los visitantes de entrar a otras casas. No había violencia -a veces una tusa de mazorca volaba y ya- ni raqueteos exagerados por parte de policía e hinchas de barras determinadas. Mucho menos existía inteligencia dentro de las graderías para expulsar a los infiltrados. La cosa era mucho más inocente, más tranquila.
Y al ingresar por uno de los amplios vomitorios oímos una barra que cantaba sin cesar y con vena brotada una porra incomprensible: “¡IBG, IBG, IBG!”. Revisamos la boleta y no habíamos llegado a una reunión de multinivel y tampoco a una captadora de dinero. Decía claramente que esa noche Santa Fe iba a salir a jugar contra el Quindío. Y apareció por el túnel aquel buen equipo que dirigía por esos tiempos Luis Augusto García. Atajaba el gran Juan Carlos “Chapulín” Maciel, capaz de la volada al ángulo o de recibir un absurdo gol de biógrafo. Dos laterales extraordinarios: Carlos Arturo Peláez y Augusto Vargas Cortés. Adelante un tridente buenísimo: Lorenzo Frutos -un 10 de gran clase, gran pateador de penales y tiros libres que había jugado en San Lorenzo y Deportivo Armenio antes de pisar nuestro país-, Ariel Mario Are -con pasado en Boca Juniors y Sporting de Barranquilla- y Carlos Zúñiga, una verdadera culebra que vio cómo su carrera se frustró un par de años después al fracturarse en un juego contra Cúcuta, cuando chocó con el arquero Chaverra.
Era el Quindío, pero los fanáticos no paraban de cantar “IBG, IBG, IBG”. Todo tenía una explicación: el patrocinador del equipo era una empresa que vendía electrodomésticos, si no estoy mal originada en Armenia, llamada con esa sigla, que correspondía al dueño, cuyo nombre era Iván Botero Gómez. Me imagino que el convenio de aquellos tiempos era que la empresa y el nombre del club se fusionaran, entonces en los diarios, se veía que cuando había crónicas referidas al equipo de Armenia se nombraba el club como “IBG-Quindío”.
Me acordé de la historia por un trino de César Augusto Londoño en el que cuenta que el Once Caldas, por asuntos de patrocinio va a llamarse Once Caldas DAF, llevando así en su nombre la prestigiosa marca de camiones. El Caldas en eso fue pionero: Varta Caldas, Cristal Caldas y Once Phillips, parte de sus identidades. Y en Pereira tampoco estuvieron al margen con el famoso “Kosta Azul Pereira”, de campañas irregulares y una camiseta “elegance de París”.
Aunque, sin duda, el equipo que más se recuerda -por lo futbolístico- cuando se evocan empresas e identidades futbolísticas en un mismo espacio debe ser el Kokoriko-Tolima, que, sin ser campeón, quedó en la retina de los memoriosos por su manera de jugar y su vistosa camiseta.