Un trueno rebota en los oídos a las 11:32 p.m. y, además de redimir a Max Henríquez y sus recientes pronósticos llenos de verdad, ese sonido hace que la mente se traslade a esa grata sensación que hacía parecer que el colegio era hermoso, así en realidad no lo fuera, y también ese viaje sonoro conduce a esa linda certeza que era sentir que jugar fútbol valía la pena, a pesar de que en mi caso era una incapacidad profunda. Era jugar cobijado por los goterones gruesos de un aguacero capitalino hasta que las piernas no daban más.
Las medias blancas se transformaban en una extensión de lodo y los guayos, en depósitos de barro. La cara y las camisetas pintadas de marrón terminaban confundiendo a rivales con compañeros. Todos cubiertos con el tizne propio de la tierra aguada y también, el cuerpo corriendo lanzando un vaho que era fuego sagrado también, para soportar un balonazo empapado que, con esa textura, era capaz de taladrar la pierna de quien osara atravesarse al pelotazo y reto para los arqueros porque la pelota es pesada -se siente más fuerte el disparo porque la espuma de los guantes termina convertida en una delgada capa sobre la epidermis y no en aquel amortiguador que aliviana los impactos- pero también escurridiza, lista para convertirse, con el bamboleo habitual y el caucho de los guantes convertido en teflón, en la condena para aquel guardameta que quiere retenerla y que ve cómo (a todos nos pasó) el balón se escurre por debajo del cuerpo como una pastilla de jabón.
El pensamiento se fue hasta allá y a tantas vivencias juveniles pasadas por agua jugando fútbol porque, seguramente durante los cuadrangulares y de acuerdo a las condiciones climáticas actuales, la lluvia será un acompañante más. Y mientras mascullaba la idea de la columna pensé en esos juegos de lluvia pertinaz que marcaron cierta épica de cuando fuimos al estadio a verlos o que vimos en medio del calor de hogar mientras que los gladiadores se lavaban luchando por tres puntos
Pensé en el 7 de marzo del 95. En que había un cumpleaños al que me invitaron esa noche y un partido de fútbol y se sabe cuál fue la elección final: larga fila, tenis mojados y un cerradísimo duelo frente a la U de Chile. Era tanta el agua y tantos fueron los intentos de Millonarios que parecía que lo único que no se iba a romper esa noche era el arco de Sergio Vargas; el cielo ya se había venido abajo y, en medio de plásticos en la cabeza y culo a temperatura bajo cero el único que fue capaz de destruir las densas capas de diluvio fue Edison Domínguez con un tiro libre que hizo callar los truenos de una vez por todas.
Pensé en esas noches de fútbol en diferido pero vivido en directo para los que nos gustaba y la final Boca-Newell´s, con lluvia y después con sol en el 91. En aquel gol de Gerardo Reinoso y en los penales que atajó Scoponi en una Bombonera transformada en pista de camper cross.
O en el gol de Toninho, tras error de Cuffaro Russo, que llenó de lágrimas la gradería, inconsciente de que ese 1992 no iba a ser la última decepción de Millonarios y que ese escenario se repetiría tantos domingos hasta el 16 de diciembre de 2012. También ratificó una extraña máxima que habla de que si Millonarios y Cali disputan un duelo en El Campín, casi siempre habrá lluvia. Como el maldito 7 de diciembre de 2003, que llovió en el primer tiempo con el Cali 0-2 arriba y que amainó con el 2-2 que ponía a Millonarios en la final del torneo. El rayo cayó en la cabeza de todos y el encargado de la descarga fue Milton Rodríguez, dueño de todas las frustraciones azules aquella noche de miseria.
Clásicos con lluvia debieron ser varios que viví aunque en mente tengo uno de 1995 al que fui estrenando novia y que quedó 1-1. Lo recuerdo mucho porque Cancelarich detuvo un tiro libre rastrero bravísimo de Juan Manuel Peña y dejó el rebote. No recuerdo quién remató y el arquero argentino se lanzó como un kamikaze para detener el disparo y lo consiguió de una manera extraordinaria. Farid Mondragón, portero santafereño de esos tiempos en cambio, no pudo retener un taponazo de Domínguez y Rendón lo fusiló para empatar el partido.
Un 3-3 entre Santa Fe y Unión Magdalena (con golazo de Edgar Ramos) otro Santa Fe-Unión de domingo pasado por agua del 92 (fue 1-1), un Millos-Pereira con sol y lluvia que ganó Millos con tanto de Rendón de tiro libre), el primer partido con mi hija en El Campín: un 3-2 contra Huila del 2019 que empezó con solazo y que a los 40 minutos trajo un telón acuático en el que apareció Juan David Pérez cruzando el balón al ángulo inferior de la mano derecha de Aldair Quintana en plena cumpbre del aguacero… y hay más en la lista pero ya el espacio escasea.
Algún chaparrón tendremos el fin de semana y uno que otro trueno hará gruñir el cielo. Y habrá, de golpe, gol de esos que llenos de épica, nos hará gritar, de alegría o de terror, en medio de la garúa.