El curso de madurez suele empezar con una lección básica: mantener la cabeza en un mismo sitio ante la victoria y ante la derrota. Algunos tardan años en aprenderlo, a otros se les va la vida sin llegar a dominarlo.
A Reinaldo Rueda la vida le dado cada lección de eso en pequeñas dosis: una píldora de dolor, una de frustración y otra más de euforia, una detrás de la otra. Por eso ahora tiene la habilidad de verlo todo en su justa dimensión. No sintió que se perdieran puntos en Bolivia ni en Paraguay porque sabía que los revalidaría en Barranquilla, su fortín particular. ¿Cómo lo logró? Confiando. ¿En qué? En ese mismo plan que en La Paz calificaron de improvisación, que en Asunción llamaron cobardía y que en el Metropolitano reconocieron como valiente.
Aquí lo importante, como reconocía David Ospina antes de enfrentar a Chile, era creer en el libreto hasta el final, bloqueando el siempre perturbador sonido externo, ese que suele alimentarse de fatalismos y triunfalismos en modo bipolar, sin filtro y sin memoria. Cuidarse así, lejos de todo y de todos, fue la clave en 2014 y en 2018 y ahora, si todo sale bien, en 2022. Valga la aclaración: el equipo de 50 millones es en realidad de no más de 40 personas que tienen el privilegio de habitar una concentración; todos los demás somos ajenos, espectadores, parásitos de felicidad.
Así es como Colombia corrió el riesgo y se reconcilió con su propia expectativa en Barranquilla: apostó al rol ambicioso de sus laterales atacantes; al filtro del 10 que piensa y sorprende con la misma habilidad con la que respira y hace la pausa; al goleador en racha aún por encima del general con más soles en el uniforme; al fenómeno del fútbol que nos envidia medio continente en la delgada figura de Luis Díaz, al delantero o al mediocampista de sacrificio que no tiene que salir en las fotos y al relevo, al chico debutante que no aprenderá nunca la lección si no se moja dentro de la cancha.
Cada detalle tendrá que estar plasmado en la libreta de Rueda, justo al lado de la foto de la tabla de posiciones que le dice que, muy a pesar de la pirotecnia en el Metropolitano, sigue siendo quinto, así como después de Asunción, cuando todo parecía desconsuelo. En rigor, no hubo avance.
En la práctica, en cambio, igualar a Ecuador supone soltar el lastre del 6-1, barajar y repartir de nuevo sin deudas, sobre una hoja en limpio para hacer ajustes que siguen siendo necesarios: un equipo que corrige su anemia anotadora pero que desperdicia mucho de lo que crea (debió vencer a Chile por al menos 4 goles de ventaja, lo hoy daría diferencia de gol positiva); un conjunto que se desequilibra por culpa de los errores individuales -Dávinson, Yairo Moreno, por ejemplo- y luego no encuentra soluciones distintas a jugadores que no lucen pero al menos cumplen; una carta de opciones para volante creativo limitada al físico débil de Quintero y a un James que por ahora solo luce en Twitch; una falta de arrojo para impulsar más de fondo el recambio en posiciones clave como los zagueros centrales o el arquero.
No es Colombia un equipo demoledor ni un grande continental por una victoria contra una Chile en serios problemas de agotamiento, como tampoco era el peor por no superar a Bolivia, uno de los coleros de las Eliminatorias. Su versión más aterrizada es un armario lleno de alternativas prometedoras, que después de una docena de partidos al mando del mismo jefe empieza a generar confianza, ya no de parte de sus rivales o sus hinchas sino de ellos mismos, del grupo hacia su propio talento. La Selección es hoy una promesa, linda y llena de ilusión, pero no una realidad. ¿Cuándo lo será? Cuando se mire con suficiencia entre los 4 clasificados directos al Mundial, cuando deje de hacer cuentas y de depender del rival de turno, del gol ajeno, de la excusa del momento. Lo será cuando alcance, al fin, como su DT, un estado pleno de madurez.