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Es pasar al frente del negocio y nada ha cambiado: de pronto la ubicación del letrero central, ya un poco más arrimado hacia la derecha si miramos de occidente a oriente. Al entrar también el lugar sigue siendo muy similar a la primera versión que conocí de aquel restaurante, por allá en el 84, con los ventanales donde se cuelgan pastas al lado izquierdo y el comedor con lámparas grandes, de luz cálida, en el centro y hacia la derecha, con mesones pesados de madera y manteles finos, antiguos. Me pasa cada vez que transito por la 61 con 7.
Y unas cuadras antes hago el mismo ejercicio: miro desde la ventana del bus el último piso de ese edificio chaparro a ver si alguien lo habita. Ayer justamente repetí esa manía habitual de los últimos 32 años cada vez que el camino me deja en la calle 53 con carrera 7. Observé un bombillo encendido, de esos que ahorran luz, y se veía a través del cristal un trípode de una cámara. Han sido -y créanme que soy obsesivo con eso- pocas, poquísimas las ocasiones en las que desde ese lugar se ve alguna actividad humana después del 4 de diciembre de 1986.
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Digo que repito el ejercicio porque hace 32 años era todo distinto: el edificio bajito de ladrillo tenía los vidrios rotos en el último piso y una larga mancha negra en sus techos, producto del fuego que se comió todo allí. Y el restaurante de la 61 con 7 estaba agujereado por todas partes, con cristales fracturados, mesas volcadas y trabajadores sobrevivientes de una oleada del mal llamada Campo Elías Delgado, sacando a punta de baldados de agua limpia los mares de sangre que quedaron pegados a sus baldosines.
La tragedia de Pozzetto generó libros variados -desde investigaciones judiciales hechas por un experto en ese caso particular, Edwin Olaya, hasta literatura que invoca a Satanás y aquella reunión que nunca se pudo dar entre Mario Mendoza y el señor de cincuenta y tantos años que estudiaba con él en la Universidad Javeriana-, la tragedia de Pozzetto también fue explicada a partir de un clásico de las letras por el entonces psiquiatra Luis Carlos Restrepo, que acudió a las páginas del Doctor Jekyll y Mr Hyde de Robert Louis Stevenson para deducir que en aquel hombre de pelo al ras y que se secaba cada mañana después de ducharse con cantidades industriales de papel higiénico, cohabitaba el bien y el mal en permanente lucha. Restrepo llegó a tal conclusión después de enterarse además que el hombre, que había combatido en Vietnam y alguna otra guerra centroamericana, utilizaba la novela ya mencionada para enseñar inglés a una familia que vivía en el barrio La Alhambra y que puso también sus víctimas en esa jornada triste.
Y ese recuerdo que hoy lleva 32 años vivo en la mente de los mayores de 40 quedó ligado a una hazaña que quedó cubierta por el dolor de Pozzetto, que se opacó por cuenta de aquella noche de sangre: la clasificación a la final de los Juegos Odesur en fútbol, eliminando a Brasil por penales.
Aquél equipo lo dirigía Jorge Luis Bernal y allí estaban James Rodríguez papá, Dorian Zuluaga, Winston Girón -autor de un gol clave ante Uruguay en primera fase- y Hernán Torres, entre otros.
No había cabeza para pensar en eso en aquel instante. Hoy, 32 años después, vale el recuerdo de esa selección armada a la colombiana -a la brava- que hizo un papel muy digno, alcanzando el subcampeonato de aquellos juegos, pero que se quedó oculta por cuenta de una de las noches más dolorosas vividas en Bogotá.