Opinión

Pereza, por Nicolás Samper C.

Columna de opinión sobre el fútbol colombiano.

08 de noviembre 2017, 07:43 a. m.
Da pereza. Pero es una pereza que está mezclada con el miedo. No es esa pereza dominada, como la que sufre un ser humano cada día que comienza cuando tiene que salir del calor apacible de la cama para trasladarse a la ducha. No, esta es una pereza más cercana al terror y ese no resulta ser un buen síntoma.
Digo esto porque volvemos al viejo asunto de ir al estadio en medio de la tranquilidad de antes. La pereza era, en tiempos remotos, aguantarse una fila larguísima para entrar o para comprar la boleta. Alguna vez tuve que esperar siete horas comprando e ingresando al Campín para ver un juego de Libertadores, por ejemplo. Otra vez para un amistoso de Colombia, de aquella Colombia fantástica de comienzos de los 90, pasé cuatro horas con ticket en mano mientras que abrían las puertas y quedé ubicado ahí, detrás del banco de la selección, pegado a la malla, con visibilidad nula, cuando existía aquel primer piso de occidental. Pero siempre valía la pena porque por ejemplo aquella vez Faustino Asprilla consciente de que mucha gente se había acercado a verlo- sacó una de sus genialidades y metió un golazo desde 35 metros de distancia. Eso hacía que el trámite vivido no fuera el recuerdo que permaneciera en la cabeza. Ese gol borraba todo el padecer previo.
Ahora la cosa es diferente porque la violencia resulta determinante para tomar la decisión de arrancar al estadio. Y también es un factor preponderante para pensar en volver a casa en condiciones óptimas, lo que resulta mucho más preocupante. Porque hay que ser valiente, o distraído, -cualquiera de las dos vale en estos tiempos- para tomar un bus y de pronto encontrarse con que en medio de la vía se están agarrando a piedra facciones de hinchas -¿para qué llamarlos hinchas?- de Millonarios y América. Y uno ahí, en medio de una pelea que no se quiere dar. Que nunca ha valido la pena dar. Porque el cartel hablaba de que se iban a enfrentar Santa Fe y América. ¿Qué hacían hinchas de Millonarios por allá?
O estar viendo un partido, digamos por ejemplo un anodino Llaneros-Quindío, de la segunda división que va ganando el primero por goleada y de golpe empezar a observar cómo unos sujetos entran a la cancha armados para cobrar venganza sobre aquellos futbolistas que no pudieron aguantar un resultado. Ver cómo dentro del terreno de juego se esparce el terror, que el caos se adueñó del espectáculo y que un entrenador, en este caso Alberto Suárez, casi es herido con cuchillo por cuenta de uno de estos orates, incapaces de discernir. Todo esto por un resultado adverso. Es muy costoso el precio de la derrota pero ¿será tan alto como para poner la vida de todo el mundo en juego? Yo diría que no porque el fútbol, precisamente, es un juego y ya. Nada más. El que lo concibe de otra forma, que mejor no vuelva y nos deje al resto en paz.
O estar en las graderías del estadio de Tunja y mirar que de pronto la baranda que detiene a la gente termina cediendo y la tribuna queda en silencio cuando en un par de salidas la gradería empieza a vomitar personas alocadamente hacia el campo. ¿Por qué cedió esa baranda? ¿Por qué no hay rompeolas?
Cualquiera que haya visto estas tres escenas del fin de semana se llena de motivos para no volver al estadio. Y tendría razones suficientes para tomar esa decisión sin ser cuestionado.
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