¿Recuerda usted algo del 27 de julio de 2001? Yo le puedo decir que sí, que era un día soleado en Bogotá, que hervía de gente armada de banderas el estadio El Campín y que ese día fuimos felices como nunca. Ese día el 'mono' se llevó hasta las nubes, temeroso de perderse el día más glorioso del fútbol colombiano en su historia: el día que se coronó campeón de la Copa América.
Había mucha seguridad en el estadio pero también mucha euforia. Tal vez por eso para la fuerza pública fue imposible controlar el ingreso, que fue muy superior al aforo del escenario. Eso podía sentirse en las propias graderías, donde había de a dos personas por silla en muchas de las tribunas y la gente se abría espacio, sin tener opción de sentarse, hasta en las escaleras.
Pero donde quedó más claro fue en la llamada 'tribuna de prensa'. Varios de los que llegamos con nuestros computadores bajo el brazo no logramos sacar de los escritorios a hinchas, con niños y niñas, que estaban ocupando nuestros lugares, y fue así como acabamos trabajando en medio de la gente, entre platos de lechona y vasos de cerveza, de los que intentábamos proteger -en vano- nuestras pantallas.
El partido era cerradísimo, México era ese invitado de última hora que lo tenía todo para dañar la fiesta, había dejado en el camino a Chile (2-0) y a Uruguay (2-1), nada menos, y en cambio el equipo de Maturana había enfrentado a Perú en octavos (3-0) y a Honduras (2-0), rivales más asequibles. De hecho, el primer tiempo se fue en más precauciones defensivas de parte del dueño de casa.
Pero llegó el minuto 64. México cedió un tiro libre y tomó la pelota Iván López, su centro fue perfecto a la cabeza de Iván Ramiro Córdoba, uno de los más bajitos -pero también los de mejor récord de salto- en el área del sector sur, el estadio entero aguantó un instante el aliento y entonces un grito lo silenció todo.
Lo poco recuerdo es un golpe en la espalda, mis rodillas raspando los bordes de dos o tres escalones hacia abajo, mi computador en el aire y mis gafas bajo los zapatos de alguien. No sé quién me ayudó a levantar y un niño, de unos 10 años, me preguntó si la pantalla quebrada era mía. Después fue todo alegría, todo sonrisas, todo pasión por el oficio: escribir sobre una pantalla llena de burbujas negras y enviar así, sin mirar, una crónica, fue un acto de fe para todos.
Volví a verlo muy tarde, sobre le madrugada, ese gol de Córdoba en casa. Sentí ganas de llorar, pero pronto supe que era el ardor de la sangre seca en mis pantalones, ahí donde las rodillas recibieron el rigor del cemento de El Campín. Guardo un par de marcas que no hice nunca el esfuerzo de ocultar. Me gusta mirarlas y pensar en esa tarde de sol picante, en los puños cerrados de Iván Ramiro, el capitán, el que parecía predestinado a esa alegría. No son tantos los que pueden contar que estuvieron ese día, justo ahí. Recordar la vida que pasa cuando eres tan feliz es una de las misiones de las cicatrices que guardas: ¡ellas cuentan tu historia por ti!