Incapacidad

Columna de opinión de Nicolás Samper C. sobre las segundas paperas de su vida.

Nicolás Samper

Columnista Futbolred

Foto: A. particular

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14 de mayo 2019 , 09:13 a. m.

Dolor el sábado pasado debajo de las orejas y donde comienza el maxilar inferior. La sensación no era desconocida: en la niñez el llanto y la cara abultada debió costarles horas de sueño a mis papás por cuenta de una dolencia infantil como las paperas y pensando que no era eso -por aquel código no escrito que dice que las enfermedades de la niñez no repiten- sino una especie de infarto masivo de ganglios acudí al doctor que vio los mofletes entumecidos e inflamados. Eran paperas, por segunda vez en la vida. Eso de que a un perro no lo capan dos veces terminó siendo un mito extinto.

La recomendación médica fue reclusión absoluta unos 10 días y sale. Nada de qué preocuparse pero atención a lo de quedarse encerrado: no vaya a ser que uno se transforme en el foco de contagio. En mi vida me habían incapacitado. Nunca. Ni aquella vez que sentí que me estaba dando un infarto en la redacción de la revista Fútbol Total, por allá en el 2006. Era un dolor en el pecho muy fuerte, donde se cierra el costillar. Me la jugué ese día antes de ir al médico -una verdadera irresponsabilidad- y pensé en una especie de terapia alternativa: cerca a la revista vendían unos chorizos magníficos con un ají rojo de esos que destapan cañerías y sacan lágrimas. No sé por qué pensé que embutirme un chorizo de esos repleto de ají me iba a curar, claro, acompañado con gaseosa. Retorciéndome del dolor pero haciéndome el macho fui hasta donde la señora que a las 4 ya estaba asando los embutidos en un restaurante muy particular porque su nombre era justo ese: “Restaurante”. Y estaba ahí yo, con pesadumbre en el plexo solar, arrastrado encima de una silla rimax y una mesa compañera con mantel a cuadros, pensando que en una de esas la parca me iba a arropar ahí. Al menos el mantel serviría para cubrir la dignidad del cadáver. Comí ají y algo de chorizo y de repente ese soponcio trémulo se extinguió: El ají sirvió de agua para aquel incendio, pero igual no había que correr riesgos y al salir de la jornada laboral y mucho más aliviado visité al doctor: todo era un ataque de gastritis muy fuerte y ya. El médico habló de incapacidad de tres días pero ¿para qué hacerle caso?

Las paperas son otra cosa. No es una dolencia grave pero, pilas: dentro de un edificio donde se hace radio, un ser humano con una enfermedad contagiosa produciría el mismo efecto que aquel que hemos visto en las noticias cuando un crucero termina en cuarentena parqueado por cuenta de algún viajero que desarrolló una varicela. Entonces no hay forma diferente a la del reposo para curar los males y abrir las ventanas para ventilar. Y ver cómo matar el tiempo, que puede ser la tarea más engorrosa porque corremos el riesgo de volvernos desesperantes. Con nosotros mismos y con los demás.

Tuve -y tengo, porque me extendieron la incapacidad cinco días más- muchas horas para reparar en cosas que a veces se van del radar por el afán: la muerte de Silver King, un veterano luchador de 51 años que murió en medio del tinglado de un infarto; vi el mejor partido de este año de la Premier League, pero lejos: el Crystal Palace-Bournemouth que terminó 5-3 (es que lo del City ya parecía decidido entonces pensé en observar un duelo sin presión). Me dediqué a mirar impávido huesos como All Boys-Barracas Central y Almagro-Gimnasia de Mendoza, a leer la historia de Miroslav Djukic y el penal fallado que le quitó a La Coruña la posibilidad de ganar un título y a repasar varios libros empezados y que estaban pendientes de terminar. Y a oír a mis compañeros de radio día a día y a extrañarlos, por supuesto; oí a mis colegas que trabajan para otras empresas y que hacen programas también muy buenos. A leer columnas, a revisar hasta los avisos limitados del diario porque el tiempo parece abundar cuando uno está quieto.

Y un poco esta columna está dedicada a aquellos que nos distraen con sus textos, sus emisiones radiales, sus libros o sus programas de tv. Porque con ellos la soledad obligada -que es la que vive el que está enfermo, el que está sin empleo, el que está buscando un lugar, el que está retenido en contra de su voluntad- se esfuma al menos un rato mientras regresamos a las canchas.

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