En la sinfonía de la cancha hay un sonido universal que es, en sí mismo, una voz que se alza para emitir una opinión. Su intensidad dependerá de la cantidad de intérpretes que decidan engrosarlo, bien sea por convencimiento de la sentencia dictada por la gran masa o por la necesidad -tan humana- de ser parte: un granito en la gran tormenta de arena.
Este sonido, producido por el más honesto de los instrumentos aerófonos -el propio cuerpo humano-, tiene la capacidad de modificar considerablemente la atmósfera de un partido de fútbol. Que lo diga Andrés Felipe Román, embestido el fin de semana anterior por un intenso silbido que bajaba de las tribunas del estadio El Campín, engendrado desde lo más profundo del corazón de una hinchada que todavía se siente traicionada por el futbolista.
Un poder para densificar el ambiente que se hace más agudo cuando abandona el contexto más lógico (incomodar al rival) y se dirige a los propios miembros del equipo que se apoya. En las últimas semanas en Colombia dos veteranos como Cristian Zapata (Atlético Nacional) y Diego Novoa (América de Cali) han sido protagonistas de una nueva edición de aquella vieja práctica que no entiende de jerarquías y que ha logrado tener como presas a ¡Lionel Messi y Cristiano Ronaldo! Si este par de extraterrestres han sido silbados por los aficionados que -antes o después- los elevaron al grado de deidades, ¿qué pueden esperar entonces los mortales?
Y por eso es tan fascinantemente necesario ese instrumento en la orquesta. Injusto o no, es la soberana voz del pueblo alzándose entre otras tantas. Así muchas veces no pase nada: el directivo seguirá siendo quien contrata, el entrenador quien alinea y el futbolista quien juega. Ahora, en la era de la excesiva sobreprotección que vivimos, se sataniza hasta eso. Se intenta a veces, desde algunas orillas, meter todas las manifestaciones de los hinchas en la misma bolsa que tiene una etiqueta en mayúsculas: VIOLENCIA. Y no, no lo es.
Claro que hay comportamientos violentos en un estadio de fútbol, y bastante ensucian el más hermoso de los juegos. Violento el que hostiga un hincha rival por el simple hecho llevar otro escudo en el pecho, el que lanza una moneda al campo de juego, el que vocifera insultos racistas. Pero no el que silba. Ese un derecho adquirido por quien, con todo lo que implica, decide ir a la cancha para ser parte de ese fenómeno fantástico que es un partido de fútbol in situ.
Para los músicos, silbar en sintonía es señal de tener buen oído. Y a veces, hacer parte del silbido colectivo es también señal de buen ojo, buen ojo para el fútbol.