Fue en una cancha que, si hoy la vemos en los videos, se podría emparentar perfectamente con el desierto. Pasto amarillento, rebosante de aridez, con un pique muy inesperado de cada balón enviado por los aires. Claro, eran otros años y otra manera de competir, en el que la paridad daba mucha mayor incertidumbre a un deporte que se empezó a desequilibrar exageradamente a punta de chequera.
Fue en 1980 el escenario del inicio, más exactamente el 11 de febrero. La Copa Intercontinental de Clubes podría ser el mayor premio para un equipo de fútbol que alcanzara la lejanía de Tokio, sede escogida desde esa edición, para que se disputara un partido único entre el campeón de la Copa Libertadores de América y el campeón de la Copa de Campeones de Europa. Por el lado sudamericano, Nacional de Uruguay, uno de los nombres clásicos a la hora de hablar de gigantescas escuadras y Nottingham Forest, un modesto que escaló hacia la grandeza siendo doble campeón de la competencia a finales de los años setenta.
Y en ese teatro del absurdo estaba Waldemar Victorino, un tipo de esos en los que había que confiar a ojo ciego si es que había que jugarse una final. Victorino, delantero 9 de raza, bien a lo uruguayo -incómodo para los defensas, rompedor a partir de su físico, buen definidor frente a la portería- agarró un tiquete de los que solamente entregan una sola vez en la taquilla del destino. Pero Victorino fue un verdadero elegido, porque en esa repartición recibió tres boletas para probar tres veces el sabor de la ovación. Para sentirse en tres oportunidades rey del mundo.
La primera vez fue en la definición de la Libertadores 80 ante Inter de Porto Alegre, equipazo que tenía a Toninho (un muy buen lateral al que no se debe confundir con Toninho Cerezo), Mauro Galvao, Joao Batista, Mario Sergio y Paulo Roberto Falcao. Y el 6 de agosto de ese año un cabezazo de Victorino al suelo, llegando como una ráfaga al segundo palo, doblegó al portero Gasperin y le dio a Nacional su segunda Libertadores. Luego Victorino volvió a probarse el traje de héroe de la nación: en 1981 un gol suyo le dio el triunfo a Uruguay ante Brasil en la final del Mundialito, torneo que enfrentó a los seleccionados que alguna vez fueron campeones del mundo. El delantero apareció al minuto 82, cuando uruguayos y brasileños igualaban a un tanto, arremetió de palomita y le regaló a Uruguay un nuevo sorbo de Maracanazo, esta vez en el Centenario de Montevideo.
Y hay que volver al principio, a esa Tokio de febrero sin cerezos en flor, a ese primer partido único entre Europa y Sudamérica. Victorino viajó con aquella delegación precedido de su gran fama anotadora y entonces alistó sus mejores guayos para disputar ese encuentro. Lo malo es que, en tiempos en los que el jugador debía hacerse su propia bolsita, Victorino echó a la maleta dos guayos izquierdos. Nadie sabe cómo le consiguieron un zapato derecho para poder alinearse en la cancha y ese pie, el derecho, fue el que impulsó con fuerza para crucificar a Peter Shilton y darle un nuevo título al equipo del que era hincha desde niño.
Victorino, que anduvo por el Cali, fue toda una gloria. La fortuna lo empezó a abandonar años después, ya retirado de la actividad. La depresión, la falta de trabajo, la ansiedad… el coctel lo llevó a suicidarse. Falleció este martes.