La costeña y el cachaco

Julián Capera participa en el debate sobre sede de Selección Colombia en Eliminatorias.

Julián Capera

Julián Capera

Foto: Archivo particular

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02 de febrero 2023 , 01:32 p. m.

A un extraterrestre recién desempacado de su nave le costaría creer que la costeña y el cachaco son compatriotas. Aparentemente son tantas las diferencias culturales que sería más fácil convencerle que vienen de países distintos. Diferencias que se hacen más notorias cuando pelean entre sí.

El regreso de una Selección Colombia al estadio El Campín de Bogotá (Hexagonal final del Sudamericano Sub-20) ha reencauchado el debate sobre cuál debería ser la sede del equipo masculino mayor para sus partidos de eliminatoria. Una discusión que casi siempre arranca ofreciendo argumentos sobre las ventajas competitivas que implica uno y otro lugar, y que termina exponiendo premisas racistas, alimentadas por un regionalismo tóxico. Ese mismo que lleva a destruir un futbolista porque nació en otra zona del país – o porque ha jugado en un equipo rival - y endiosar a aquel con quien se comparte comarca. Sobre esto último, no nos vamos a detener.

En la Costa Caribe recuerdan que las clasificaciones a los mundiales de 1990, 1994, 1998, 2014 y 2018 se lograron jugando en el estadio Metropolitano; y que en las eliminatorias de 2002 y 2010, disputadas en el interior del país, Colombia se quedó por fuera. Desempolvan también declaraciones anteriores de los rivales sobre la dificultad de jugar en la tarde con altas temperaturas y humedad. El uruguayo Diego Forlán dijo después de irse goleado en 2012: “"El calor fue determinante en este juego. Aunque nos preparamos en Panamá, la humedad y el clima de esta ciudad fue intenso y diferente”.

Desde el centro del país desenfundan entonces la foto más reciente: 13 puntos de 27 posibles en Barranquilla durante el proceso clasificatorio que nos dejó fuera del Mundial de Catar. 48,14% de rendimiento que representa el peor registro desde que se juegan eliminatorias con el formato actual de todos contra todos. Solo se le ganó a Chile, Venezuela y Bolivia; se empataron cinco juegos y se perdió con Uruguay y Perú: uno que nunca antes había ganado en nuestro país y otro que llevaba 21 años sin hacerlo.

Ese día, el de la derrota ante Perú que terminó de condenar al equipo de Reinaldo Rueda, James Rodríguez entró al camerino refunfuñando contra los hinchas que asistieron al Metropolitano: "¡Nos van a pitar ahora, la puta que los parió!" y unos pasos después: “Desagradecidos de mierda”. Un rato más tarde, Falcao García le repartió una tajadita de responsabilidad a la tribuna: "Perú tuvo 300 hinchas que alentaron los 90 minutos y los levantaron durante todo el tiempo, ellos se llevaron el triunfo y en gran parte se debe al apoyo que recibieron. Nosotros necesitamos eso de parte de toda la hinchada".

No nos engañemos. Con el nivel del equipo de Rueda, hubiéramos podido haber jugado en la mismísima casa mágica de los Madrigal y no íbamos a clasificar. Una selección que no es capaz de hacer un gol en siete partidos, no debería descargar culpas en lo que pasa del otro lado de la línea de cal. Así mismo, tengo la sensación que el equipo de Pekerman, rumbo a Brasil, podía jugar en la altura de un nevado o debajo del mar y clasificaba.

Sin embargo, algo hay que hacer para que las tribunas del estadio (el Metropolitano, el Campín o el que sea) no sean las sillas de un pub gigante donde importa más la actualización de la historia de Instagram que el resultado en cancha, un club social donde el partido está en la pantalla de fondo y apenas se le para bolas. Hay que cambiar la forma en la que se puede acceder a las boletas para que auténticos hinchas del fútbol, ojalá de todas las regiones del país, puedan estar. Tribunas que

alienten de verdad y que aprieten cuando toca. Una fiesta cuando amerite, una caldera cuando corresponda.

La costeña y el cachaco sí tienen cosas en común. El amor por la Selección (así les saque la piedra seguido) es una de ellas. Bastará un gol de Colombia, en donde sea, para que las fronteras mentales se difuminen. Un gol que, como el Río Magdalena, conecte regiones y les vuelva a unir en un abrazo bajo la misma bandera y la misma ilusión.

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