Hay sonidos que son escenas. Vibraciones que se propagan por el aire y al encontrar la autopista del canal auditivo se estrellan contra el cerebro para dibujar un cuadro entero. Esta escena suena como un crujido. Sonido seco como el del hueso que se fractura, la madera que se parte, el papel que se arruga, los dientes que se aprietan. Crujido como el de la historia que se quiebra.
Crujido como el de la bicicleta de María Catalina que, a pesar de las caídas, sigue llevando sus sueños por la ciudad de Medellín. Una ruta que vista desde arriba dibuja el mapa de los sueños que parecen imposibles de cumplir. Catorce kilómetros en la mañana desde Belén las Playas (donde está su casa) al Politécnico Jaime Isaza Cadavid donde estudia becada gracias al deporte. Después, la vieja bicicleta que cruje la lleva al restaurante donde es mesera antes de su momento favorito del día: cuando la caída del sol la transforma en una hechicera que derrocha magia cuando al fin sus pies y su alma se encuentran con la pelota.
Pero el día no acaba allí. Antes de pedalear otros cuarenta minutos de regreso a casa, María Catalina – que es buena con los números- va a un almacén a hacer inventario a cambio de unos pesos. Según las cuentas de cualquiera que mire esta desde afuera, son realmente pocas las posibilidades de que sus anhelos de gloria un día cuajen. Mucho más considerando que algunos años más tarde sufrirá rotura de ligamentos dos veces en menos de dos años y que el deporte que ama parece no tener mucho lugar (y recursos) para las mujeres en su país.
Aunque a algunos dirigentes -y sus periodistas- les moleste que las futbolistas hablen de las mil batallas que tuvieron que dar, esos capítulos hacen parte del camino que las ha traído hasta aquí. No son producto de su imaginación o su exageración. Y si hoy su realidad es distinta es porque a fuerza de voluntad y talento se lo ganaron. No por la bondad y misericordia dirigencial que algunos nos quieren vender.
Suena el silencio, justo antes del crujido. El estadio rectangular de Melbourne aguanta un segundo la respiración y dilata sus pupilas. Muchos kilómetros de vida ha recorrido María Catalina para estar allí, acomodando su pie izquierdo para dormir una pelota que viene cruzada, buscándola con la desesperación del mensajero que sabe que trae una buena noticia, una justa noticia. Borde interno del mismo pie y ya no hay nada que frene el camino de la pelota a la red. Entonces todo estalla. Todo cruje. La historia se parte. El menospreciado fútbol femenino de Colombia inscribe su nombre en la lista de solo ocho renglones. Y ellas también se quiebran. Lloran porque ganaron. No un partido sino un pulso de vida. Le ganaron al sonido que la vida tenía para ellas y reescribieron su propia canción. Una con un coro que cruje