Porque -y hablamos de los fanáticos de Millonarios que fueron los que debieron asumir ese precio ayer, pero pasa con cualquiera que se ponga la camiseta y vaya a las graderías de cualquier estadio- al inicio todo parecía normal: Peñarol -es increíble revisar un grupo en el que uno de los clubes más grandes del continente apenas se haya convertido en esta edición del torneo en el comodín al que todos le ganan- apenas podía observar cómo Millonarios aplanaba cualquier ímpetu a punta de toque, de juego horizontal, pero también muy vertical, y con goles. Con Paredes haciendo su mejor partido desde que es profesional, con Castro desequilibrando al armatoste Menosse, a Llinás y Vargas cubriendo con velocidad el frente de la zaga…
Era 3-0 y fútbol champán hasta que se abrió el cielo y los pedazos que cayeron conspiraron contra ese pequeño universo que se posa dentro de un estadio. El buen juego cayó en medio de un foso profundo lleno de agua; apareció el descuento de penal de un equipo que poco había hecho por concluir su plan con un gol a favor y el resto fue sentarse a esperar que las gotas de lluvia cesaran y a que funcionara el drenaje de una cancha en pésimas condiciones y no de hoy; ya lo del Estadio El Campín es vergonzoso y claro, es la respuesta a una administración indolente e incapaz de mantener un escenario.
Pero también comenzó para el hincha de a pie su propio problema ¿Me voy? ¿Me quedo? ¿Hasta qué horas estará suspendido el partido? ¿Será que lo juegan mañana? Muchos optaron por aguantar el chaparrón y las voces que a veces llaman a la sensatez porque es mejor irse, porque el transporte allá no es sencillo, porque para qué empaparse más… pero eso pasa con el amor. No se necesita tanta cabeza para tomar decisiones. Pasa más por el sentimiento.
Entonces muchos permanecieron en las gradas y se quedaron a ver lo que faltaba del encuentro, un duelo que, por las condiciones del campo, se terminó en el minuto 57. La gente hizo su sacrificio, que no es menor: Transmilenio cierra siempre más temprano de lo que se requiere, entonces a la salida y ya con el 3-1 final, era rezarle al SITP para ver si en medio de su armazón quedaba un campito para guarecerse y acercarse a la casa. O confiar en el taxi que, de acuerdo a varios hinchas, estuvo caro anoche: tarifas excedidas ante la necesidad del mercado y por cuenta de los rezagos de una Bogotá siempre lluviosa. Otros echaron infantería porque el transporte y la economía no se pusieron de acuerdo tampoco, así que había que apurar el paso para que se perdieran en el rabillo del ojo las esquinas oscuras que nos hacen cambiar de acera y por fin aparecer el viernes en la puerta del hogar, dejando un charco al ir caminando hacia la cama y acostarse para levantarse temprano en una jornada de amor que comenzó el jueves y culminó en la madrugada del viernes.