Cemento/cementerio

Nicolás Samper habla de la tristeza de ver partidos a puerta cerrada a causa del coronavirus.

Nicolás Samper, columnista invitado.

Foto: Archivo Particular

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12 de marzo 2020 , 12:31 a. m.

Siempre será un fetiche para los que nos gusta el fútbol ir a un estadio nuevo. Y es esa dicha de empezarse a acercar en el carro y descubrir las calles que lo rodean. Los mejores son aquellos que quedan encajados dentro del barrio, son parte de la vida de un lugar que no sería el mismo de no haber un coliseo incrustado en medio de las casas y los edificios chaparros que no superan la altura de las Torres de iluminación.

Entonces empieza a desatarse esa maravilla de ver construcciones que siempre serán iguales pero que resultan diferentes: iguales pues porque sirven para el mismo fin, pero distintos, porque los caprichos del diseño y del entorno hacen que por ejemplo el Pascual Guerrero se vea romántico, enclavado en medio del barrio San Fernando como si nada, o el de Samara, la ciudad espacial de Rusia, estadio que da la impresión de ser un ovni que acaba de aterrizar en medio de una planicie desierta.

Y esa fascinación va mejorando a medida que recorremos sus escaleras, nos adentramos por sus pasillos e ingresamos por sus vomitorios hacia el centro, hacia el corazón del monstruo. Pero no es suficiente, por eso no soy tan amigo de hacer el famoso tour de estadio desocupado porque más allá de lo lindo o de lo complejo o vetusto de su arquitectura, no hay nada como el estadio con público y con partido en cancha. Esa sensación, así se trate de una modesta convocatoria, ese cemento tan admirado adquiere vida cuando los humanos se sientan en las graderías.

Porque el estadio con gente grita, se mueve retando a las placas tectónicas y la escala de Ritcher, murmulla con preocupación a los 20 del segundo tiempo cuando el local va perdiendo y silba con entonado fervor al ver al árbitro dando menos tiempo de reposición que el pensado. Con gente el estadio es mano sobre el hombro de los locales, que se sienten arropados por el ulular de su combo.

Sin gente el estadio es cementerio. Por cuenta de la crisis de salud que atraviesa el mundo podemos ver los lugares donde se juega en plenitud, pero nada más insaboro -entendiendo la situación-. Un partido hermoso como Valencia-Atalanta en Champions League no pudo tener peor marco: las parejas tribunas naranja del Mestalla se jactaron de estar ahí presentes, sin ver y sin oír. Sin palpitar. A lo lejos, en las afueras, se alcanzaba a oír lo poco que quedaba del alma. Eran los fanáticos reunidos en una plaza cercana celebrando los siete goles que no pudieron ver.

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