De regreso a la Guerra Fría: viaje al Búnker 42 de Moscú

El sitio que se construyó en caso de ataque nuclear es ahora un impactante museo.

Guerra Fría

Así se evidencia el recuerdo en Moscú.

Foto: Jenny Gámez/FUTBOLRED

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13 de julio 2018 , 06:24 a. m.

Rebobinando. 1950. Terminaba la Segunda Guerra Mundial y la tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética alcanzaba el clímax. El enemigo estaba en todas partes y atacaría sin misericordia en cualquier momento. De hecho no lo haría nunca, pero la sospecha jugaba en favor de ambos bandos y lo justificaba todo.

Había que protegerse aunque fuera debajo de las piedras. ¡Eso! ¡Debajo de las piedras! A más de 60 metros, para estar más seguros. Tan profundo como fuera posible para garantizar que las ondas de la bomba atómica no alcanzaran a los altos militares, al propio Stalin. Y había que hacerlo en medio del más absoluto sigilo, mimetizándose entre la gente, las familias, como si fuera una construcción cualquiera para no despertar suspicacias… un estación de Metro, digamos.

Fue siempre un gran argumento para una película, de las buenas incluso. De no ser porque tiene dirección, teléfono, código postal y un nombre: Búnker 42. El que fuera un auténtico escondite en el que trabajaron como topos cientos de militares es hoy un museo que revive –o al menos lo intenta- esos días de alta paranoia entre el capitalismo y el socialismo.

Hacia afuera es una casa cualquiera, en medio de un barrio residencial, con la imagen de Lev Yashin en los costados de los edificios gracias a la excusa mundialista. Un portón verde y una taquilla pequeña y deshabitada hablan de que adentro atienden al público. Nadie imagina cómo.

Previo pago de 1300 rubros (60.000 pesos), un joven rubio da la bienvenida en inglés a los turistas y les advierte que el viaje empezará en unas angostas escaleras que habrá que descender por un buen tiempo… hay que bajar 18 pisos.

No caben más de dos personas al tiempo y la superficie es irregular y el chico, ni tonto que fuera, va por un ascensor. Abajo, entre el mareo y la curiosidad, nos espera con sus ojos oscuros para contarnos que el búnker se empezó a construir en 1953 y se terminó en 1956, que Stalin no alcanzó a disfrutarlo pero que aquí siempre hubo espacio para él y sus cosas: un escritorio básico, un sofá para el descanso, todo muy austero, dice. “¿El mismo austero que mandó a hacer 7 rascacielos –las Siete Hermanas- para impresionar a los visitantes a Moscú tras la Segunda Guerra?”, me pregunta el diablito que habita en mi hombro derecho. Calla, que no queremos importunar al guía, le digo.

Guerra Fría

Así se evidencia el recuerdo en Moscú.

Foto: Jenny Gámez/FUTBOLRED

Y avanzamos hacia lo que se llama el área 48, un lugar que está un nivel más arriba y donde hay un dormitorio con tres camitas, estas sí muy austeras, y un centro de comunicaciones donde el lugar de los oficiales lo ocupan ahora maniquíes. “¿No es lo mismo?”, insiste el diablito. Shhhhh.

Una escalerita más y aparece ante nosotros un modelo exacto de la bomba atómica que, aparentemente, tenía preparada la Unión Soviética para responder a la esperada agresión del enemigo yanqui. Se trata de un gran cilindro gris con hélices en la punta, que ocupa una buena parte de un salón adornado con fotos de aviones militares, un mapa con los posibles puntos de ataque –Manhattan, Chicago, Washington-, aparatos de comunicaciones y un de un techo alto, extraordinariamente alto para dar protección a un arma igual pero con bandera norteamericana. Asomamos la cabeza y abajo vemos, nada menos, que el centro de operaciones.

Pasamos una biblioteca oscurísima que parece más de decoración que de uso real y bajamos un nivel hasta el punto desde donde se controla la bomba atómica. Nada menos. Y entonces el guía pide voluntarios para dirigir el operativo y sin muchos candidatos digo que voy yo. “No falta el colombiano a la hora del crimen”, me grita el diablito.

Nos sentamos en dos sillas blancas frías un valiente británico –sonriente todavía tras el triunfo en el Mundial, felizmente ignorante de mi futura revancha gracias a Croacia- y yo y el guía simula una situación de emergencia, advierte a los asistentes que deben buscar refugio pronto en prevención de una venganza enemiga, descarta todos los esfuerzos de la comunidad internacional y dice que fueron infructuosos los diálogos de paz para frenar la decisión de lanzar la bomba atómica sobre Nueva York –otra vez, la paz a la última fila del bus-. Y el inglés y yo giramos la llave y pasamos la mano derecha al botón y la izquierda al switch y así nada más, con nuestro gorrito soviético de rigor, nos cargamos millones de víctimas que veían el ataque por CNN. Ya no sonreímos el inglés ni yo.

Guerra Fría

Así se evidencia el recuerdo en Moscú.

Foto: Jenny Gámez/FUTBOLRED

Nos llevan luego a un gran salón de reuniones con modelos de aviones de guerra que aún hoy usa Rusia y en el camino hay un túnel y adentro un maniquí en actitud de trabajo. Entonces el chico explica que ese túnel comunica directamente con la estación Taganskaya y que en su construcción se usaron los mismos materiales del Metro, por lo cual los propios obreros desconocían que construían un búnker y estaban seguros que era una estación más del subterráneo. Le divierte contar que, cuando su compañía compró los 7.000 metros cuadrados del búnker a cambio de 65 millones de rubros (unos 1.000 millones de dólares) en 2006, los vecinos no podían creer que llevaran tantos años viviendo encima de un refugio militar. Y es que se trataba precisamente de mimetizarse entre los ciudadanos, lo que no quita la sensación de aberración.

Salimos todos a un nuevo salón y nos advierten en ruso y en mal inglés que no se puede grabar ni tomar fotos a los aparatos de comunicaciones auténticos que se conservan aquí ni a la distribución de las tres naves que componían el búnker, dividido en secciones de comunicaciones, centro de armas y camarotes para más de 600 militares que llegaron a vivir allí por décadas.

Lo que sí podemos saber y contar es que ahora, en ese nivel superior, los gritos no retumban por un aviso de guerra sino por la celebración de fiestas de cumpleaños y bodas, en un cómodo restaurante adornado con objetos militares soviéticos. Algo ‘friki’, como dicen los muchachos, casarse en semejante ambiente, pero en todo caso es preferible usarlo para eso y no para el ataque nuclear para el que fue creado. “Otro tipo de condena”, insiste el diablito, que no se calló nunca.

El regreso, para completar la aventura, se hace por la misma escalerita angosta y se suben los mismos 18 pisos sin pausa. El adiós es frío, muy ruso, y en la entrada se pueden comprar souvenirs del búnker. Vienen y van los turistas y vamos unos más afectados que otros, pero en general andamos aliviados. Tantas veces se mostraron los dientes y pudo ser todo tan trágico, que resulta casi tranquilizador saber que no pasó de ahí, que se redujo al museo y que como en las películas, siempre quedó la ilusión de la ficción. Una pena que tantas veces no nos quedara ni siquiera eso.

Jenny Gámez A.

Editora de FUTBOLRED
Enviada especial a Rusia
En Twitter @jennygameza

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