Por qué no podría vivir sin Santa Fe

Ya no hay espacios en el estadio en que hinchas rivales se puedan sentar juntos.

Federico Arango, subeditor de opinión de EL TIEMPO.

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Foto: Archivo particular

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01 de junio 2015 , 06:35 a. m.

Aunque hincha de Millonarios, Santa Fe es parte fundamental de mi vida, piedra angular de mi identidad. Por lo obvio, sí, porque es el espejo en el que me miro para saber quién soy en tanto azul, pero también porque a los rojos les debo –y no temo reconocerlo- una buena parte del encanto que ha destilado el fútbol en mis días.

En mi época de colegio todos mis amigos eran rojos –tendencia que se prolonga hasta hoy-, y de una vez voy contando que años después encontraría la felicidad –o algo muy parecido a lo que dicen que es- en un matrimonio con una reconocida fanática del vecino.

De vuelta a la adolescencia, recuerdo que con varios de ellos teníamos un pacto tácito de solidaridad: yo los acompañaba a ellos un domingo y al menos uno de ellos retribuía el gesto ocho días después cuando Millos era local. A todos nuestros padres les preocupaba que fuéramos solos al estadio, por lo que esta alianza estratégica era vital.

Así, como si se tratara un poco de una familia política, terminé desarrollando un extraño interés por el rival, una mezcla de morbo, animadversión y pinceladas de ternura. Desde luego no los apoyaba, por supuesto que sus victorias no me emocionaban, todo lo contrario, pero cada vez era más consciente de que ellos tenían control sobre una pieza del rompecabezas de mi gran pasión.

Puedo recitar las formaciones de Santa Fe entre 1990 y 2002, fui testigo –y disfruté bastante- del martirio que para ellos significó tener como arietes a Jeffrey Díaz, Silverio Ramón Penayo y Jáder Rojas. Noches enteras hemos dedicado años después a recordar los cantares de gesta que eran las transmisiones del fútbol visitante de 610 AM a cargo de Jairo Moncada “El gol gol de Colombia” y Gonzalo “Chalo” González, siempre con un árbitro –por lo general Panesso- “metiendo pito” en contra de los intereses capitalinos, siempre con un gol en contra cuando mejor jugaba el onceno bogotano.

Así fui entendiendo que mi vida futbolera sin Santa Fe estaría incompleta. Tema aparte eran los clásicos, y el sentarnos juntos a vivirlos. Ganar significaba, claro, la alegría por la victoria en la cancha, pero sobre todo el poder pasar cuenta de cobro en las gradas. La derrota dolía mucho más después, al regreso apiñuzcados todos en el carro y la herida volvía a abrirse el lunes en la mañana antes de entrar a clases.

Todo este contexto para lamentar que hoy esa última vivencia ya no es posible. Ya no hay espacios en el estadio en que hinchas rivales se puedan sentar juntos y eso es gravísimo, tanto como que cuando brota un seguidor del visitante se le señale con saña y sangre en el ojo por parte de la turba y sea la propia Policía –ni siquiera una empresa de vigilancia privada- la que intervenga para retirar al ciudadano de un espectáculo que tiene lugar en un bien público. Absurdo.

Con eso se consigue que los más pequeños entiendan el ser hincha en términos de militancia fanática y no se les educa en la convivencia con los otros. Les está tocando una versión muy oscura del deporte. Reciben clarito el mensaje de que el de color diferente es el enemigo a vencer y no la persona con la que nos une la misma obsesión y que necesita de mí tanto como yo de él.

Cualquier campaña contra la violencia en el fútbol, será inútil si no se corrige esta segregación de base. Si algo tiene para aportar el fútbol al posconflicto, ahí lo tienen.

Federico Arango C.
Subeditor de Opinión EL TIEMPO
En Twitter: @siempreconusted

Federico Arango, subeditor de opinión de EL TIEMPO.

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Foto: Archivo particular

Redacción Futbolred
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