Opinión

Los amigos del frente enemigo, por Nicolás Samper C.

Columna de opinión sobre la final bogotana de la Liga II.

12 de diciembre 2017, 12:21 p. m.
Alguno se me va a olvidar, seguro y por eso mejor ni los nombro. Porque si uno se pone a pensar en todos aquellos amigos y conocidos con los que alguna vez ha cruzado palabras sobre fútbol pues es obvio que las omisiones saldrán a flote, muestra de que estamos viejos, algo idiotizados también.
Y con esta final Millonarios-Santa Fe pienso en los hinchas de los dos equipos. Pienso en ellos porque finalmente yo también soy uno más de esos que integran la lista de implicados en este torbellino emocional. Nosotros, que ya pisamos los 40 y algunos que van más allá, nos criamos en medio de las ausencias. Y por eso hicimos tan buenas migas a pesar de estar ubicados en las antípodas futbolísticas porque nos unía en algún momento de la historia la resignación de sentirnos perdidos y destinados a que las celebraciones iban a ser un asunto prohibido hasta que nos despidieran con el ataúd bien cerrado.
Azules y rojos nos mirábamos las caras durante toda la temporada y nos burlábamos de nuestras propias desgracias cuando nos encontrábamos para tomar trago, en alguna cena familiar o en el salón de clases. Entonces llevábamos cada uno nuestro propio anecdotario cargado de costras y opacidad. El tema era reírnos de algún punto penal arrancado de cuajo por los pies de Jeffrey Díaz pateando un penal en Neiva; de Cuffaro Russo corriendo detrás de Adolfo Valencia con las manos entre los bolsillos; del duelo “Chiquito” Benítez y Silverio Penayo en cuanto a esterilidad goleadora; de cotejar las versiones sobre la increíble e inexplicable historia del “Pato” Guerra, volante uruguayo capaz de convencer nadie sabe cómo a ambas directivas para vestir las dos camisetas de los equipos de la capital sin ningún mérito conocido.
Preguntábamos si alguien sabía en qué andaba Carabalí. Y los otros -sin importar si eran de Millos o Santa Fe- se peleaban por precisar si nos estábamos refiriendo a Hamir o a Eulín Fabián. Los demás -que eran de América, Nacional, Junior- gozaban sus títulos, cierto. Pero durante un tiempo los afiliados al azul y al rojo celebrábamos la amistad. Nos divertíamos entre nosotros gracias a las tristezas. Reíamos para aguantarnos las lágrimas y ese ejercicio nos unía más como amigos a pesar de predicar ideologías futbolísticas opuestas.
Eran más los cadáveres en el cuarto de Sanalejo que las medallas colgadas en la puerta de la nevera: a veces aparecía la mención de los subtítulos del 94 y del 96, las polémicas agrias sobre los campeonatos del 87 y 88 y el valor -relativo de acuerdo a la camiseta- de la Conmebol del 96 y la Merconorte del 2001. Todo era muy escaso pero a la vez muy rico porque esas pequeñas tragedias -incluso las futbolísticas como una salida en tanqueta después de una derrota 0-3 ante Envigado o Pereira-, abonaban los vínculos. Y aún lo hacen.
En esas nos las pasábamos. Nos jodíamos de acuerdo al resultado de un clásico y aguantábamos los embates de la contraparte ante una derrota con dignidad y valentía. En los últimos años cambiaron los resultados -muchísimo más favorables para Santa Fe, por supuesto-, pero esa relación entre los que nos hicimos amigos a pesar de las diferencias y con la carencia como compañera de ruta, sigue intacta con todos. Y sea cual sea el destino de esta final que por primera vez en la vida nos pone a todos a mirarnos desde lo más alto de la torre, como nunca nos había ocurrido desde que estamos vivos, sabremos que esa permanente sensación de certeza y resignación ante lo que parecía imposible -que era ver a los dos disputar la final- fue tan fuerte como para crear lazos de sangre indestructibles ante cualquier resultado.
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