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Johan Ramírez, 'niño ángel', cuenta cómo el accidente cambió su vida

La tragedia de Chapecoense, hace un año, le trajo bendiciones y uno que otro dolor de cabeza.

28 de noviembre 2017, 06:48 a. m.
La velocidad de las bicicletas disminuyó a medida que se acercaban a la puerta del colegio. Varios niños llegaron con premura en los últimos minutos que les quedaban para ingresar a clases a la 1 p. m. ese jueves. Bajo un sol picante que se alternaba con un viento frío, dejaron sus vehículos de dos llantas apilados uno tras otro, sin cadenas, sin candados, sin ninguna protección. Allí, en la Institución Educativa La Paz, de La Ceja (oriente antioqueño) nadie se lleva la bici que no le pertenece.
Justo antes de ingresar al colegio, uno de los adolescentes, piel blanca, cabello rubio, ojos claros, se echó la bendición. Parece un estudiante común pero se convirtió en una especie de celebridad entre sus compañeros y otros habitantes del pueblo. Todo, desde que lo vieron aparecer en las pantallas del televisor y en las páginas de los periódicos, luego de que su identidad se revelara para tumbar un mito que duró uno o dos días, según el cual un niño fantasma o un ángel guio a los rescatistas para sacar a los heridos, tras el accidente del avión que transportaba al equipo brasileño Chapecoense y que cayó a unos metros de su casa hace ya un año. Su nombre es Johan Ramírez.
Ese día su vida cambió para siempre. Contrario a lo que pensaba su padre, nunca aparecieron las pesadillas y los traumas luego de ver tantas personas muertas, sangre y caos por doquier. En cambio, a sus 15 años tuvo que lidiar con una fama extraña, entrevistas en los medios de comunicación, aplausos, reconocimientos, agradecimientos. Él se sentía muy contento, dijo, pero llegó un momento en el que cansó un poco. Un año después la experiencia no ha terminado.
Aprendió a controlar los sentimientos que le despierta que le digan ‘niño ángel’, el apodo que la gente no ha olvidado y que algunos usan como halago pero otros para burlarse de él.
No ha superado aún el dolor que siente al saber que una tragedia está unida con su destino de buena suerte. A principios de año, recibió la beca ‘Jóvenes ciudadanos de paz’ de parte del Gobierno Nacional, un reconocimiento para agradecerle su solidaridad y que le garantiza el ingreso a una universidad cuando finalice su bachillerato. Sus habilidades para las matemáticas le hacen pensar que será bueno en una Ingeniería, pero todavía no ha tomado una decisión final, de todas maneras apenas terminó el grado décimo.
Johan estudia de lunes a viernes, de 6:30 a. m. a 6:30 p. m., y los jueves y viernes, desde el mediodía hasta las 6:30 p. m. Un día a la semana asiste a clases de inglés. Juega fútbol y participa en los torneos del pueblo. Almuerza en la casa de su abuela todos los días. Tiene muchos amigos y una familia unida. Vive con su madre y su hermanita de 7 años en la vereda Fátima, a 10 minutos del casco urbano de La Ceja. Los fines de semana se reúnen con su padre y aprovecha cualquier día libre de clases para trabajar en las labores del campo con él.
“No hay nada como el campo, yo paso muy bueno allá con mi familia, con los animales, trabajando la tierra”, expresó el joven al referirse al pequeño terreno que les donaron después de la tragedia y en el que la Fundación Compasión les construyó la casa con la que siempre soñaron.
Dos tonos de verde pintan desde el portillo hasta las paredes externas de la vivienda, donde hay un corredor adornado con plantas y flores, desde el que se ve, unos metros más abajo el cultivo de lechugas, perejil, cilantro, apio, brócoli, entre otros productos que cultiva Miguel Ramírez, el padre de Johan, en un pedazo de tierra que no le pertenece pero que tiene como medio de sustento, en compañía d un socio. Miguel es el único que vive que en la casa soñada, en la vereda Pantalio del municipio La Unión, a una hora del colegio de Johan. Esa es la razón por la cual los dos hijos viven con la madre en otro lugar, de lo contrario Johan tendría que dejar de estudiar. Una opción que no contemplan.
Pero la vivienda es el hogar en el que pasan momentos felices. La habitación de Johan luce una cama con la colcha de Atlético Nacional, el equipo del que es hincha y que ese 28 de noviembre de 2016 esperaba la llegada del Chapecoense para jugar la final de la Copa Sudamericana dos días después. Alrededor está el cultivo de tomate de árbol, los conejos y las gallinas, esos sí en terreno de la familia, pero sobre el cual aún no tienen las escrituras. También hay una gruta en la que reposa una estatua del arcángel san Gabriel, que Johan le regaló a su papá un día del padre. En el lugar hay seis árboles recién sembrados, de cada uno cuelga el nombre de los sobrevivientes del accidente: los tripulantes Ximena Suárez y Erwin Tumiri; los jugadores Alan Ruschel, Jackson Follmann, Helio Zampier; y el periodista Rafael Henzel. Más arriba se ve el cerro Chapecoense, renombrado así como homenaje a las 71 personas que fallecieron.
La vista les recuerda a Miguel y a Johan el día que sin quererlo todo se transformó. Aquella noche estaban acostados, luego de una larga jornada de trabajo con un cultivo de hortensias. Un estruendo los hizo salir del pequeño rancho de tablas en el que el padre dormía todos los días después del trabajo. Ese día, Johan estaba en el lugar porque había salido a vacaciones.
“Ese día subimos y encontramos bomberos y médicos. Nosotros ayudamos a guiar a los rescatistas para sacar a los heridos”, relató el hombre de manos talladas por la labor del campo. Johan ayudó con los tres jugadores y un tripulante. Miguel, con la azafata y el periodista. A las 3 a. m., un policía les ordenó salir del lugar. Dos días después, nació la historia del niño fantasma y la vida de Johan cogió otro rumbo.
Un rumbo que le permitió montar en avión, lo que para él es como estar en un bus pero más relajado, y conocer lugares que antes parecían imposibles. La primera vez, el gobernador de Antioquia le cedió su cupo para viajar a Brasilia a un homenaje de agradecimiento por la ayuda para rescatar a los heridos. El segundo, a España para conocer al Real Madrid, un sueño suyo como el de muchos de sus amigos adolescentes. El tercero y último, el pasado octubre, estuvo en Chapecó con algunos sobrevivientes y también visitó Río de Janeiro.
“Yo no les entendía mucho el portugués pero les escuchaba ‘obrigado’ y sabía que me estaban agradeciendo. Pero lo más bonito de todas las personas de Chapecó fueron los abrazos, sentía un cariño puro”, recordó el adolescente.
En el último viaje, aunque estuvieron invitados, no quisieron participar el padre y la madre. Él porque debía cumplir con su trabajo, ella porque le da miedo montar en avión. Pero Johan quiere vivir cada experiencia que la vida le presenta. Cuenta con el apoyo del rector Jorge Mario Henao, quien siempre le da permiso para los viajes y resalta que sigue siendo buen estudiante y mantiene buenas relaciones con sus compañeros.
Justamente, el pasado miércoles le entregaron una condecoración por solidaridad y compromiso en la Noche de la excelencia, en la que se premiaron otros estudiantes. “Él es un ejemplo a seguir, un modelo de vida y un excelente deportista, no se le subió la fama a la cabeza, no se volvió un muchacho vanidoso”, dijo el rector, quien añadió que los demás estudiantes se alegran por la situación de Johan, aunque algunos habitantes en redes sociales han mostrado celos y envidia.
La misma opinión tiene Miguel. Según él, después del accidente en la vereda mantiene la misma relación con un solo vecino. Muchos más los han tildado de oportunistas y aprovechados de una situación en la que otras personas también ayudaron. Eso les causa dolor, pero han aprendido a convivir con ello. De algo están seguros, pese a todo lo bueno que les ha pasado en medio de un episodio tan doloroso, no han cambiado su esencia.
El único sueño que comparten es que Johan se gradúe de la universidad y pueda ayudar a su pequeña hermana a lograr lo mismo en el futuro. “Mi único deseo es poner a descansar a mis papás, que estemos en la finquita. Muchos me juzgan, pero mi diosito todo lo ve”, puntualizó el joven.
Heidi Tamayo Ortiz
heitam@eltiempo.com
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